Domina como pocos la dialéctica de lo lleno y lo vacío, la transparencia del peso hecho atmósfera
Exposición ‘Arborescencias’
Hablando de escultura canaria, el último emperador se llama Leopoldo. Su obra reciente seguirá hasta el final de enero en la Galería de la Fundación Mapfre- Guanarteme de Las Palmas, para ir después a la de La Laguna. Visitarla es comprender la confluencia del apellido con el liderazgo simbólico de una plástica que, por fortuna, ratifica en la infatigable creatividad de Martín Chirino su referencia suprema. Leopoldo tiene mucho de este gran maestro, absorbido y transformado al calor de un vínculo casi paterno-filial. No hablo, por tanto, de relación profesoral, sino de inducción espontánea. En la trayectoria del más joven, que ha pasado del plano al volumen con escala en la pura luz -sus neones de los ochenta- hay huellas personalizadas de los sólidos sin peso de Brancusi, las estilizaciones de Giacometti y, por fin, la rítmica fusión de forma y espacio de Chirino, el genio que hace volar las masas compactas. Las significativas esculturas urbanas de Emperador, como las ubicadas en recintos públicos, dan fe del “hierro en vuelo” que es emblema de Chirino, pero lo hacen con una voz netamente personal. El argumento de autoridad de ese lenguaje inconfundible está en Arborescencias, que así se llama la muestra actual. La plasticidad del hierro candente, torcido y modelado a mano como en las fraguas que remiten a la noche de los tiempos, refunda en la pura abstracción ciertas formas vegetales y las llena de novedad, como libre gesto ideador solidificado en una original concepción del espacio. Ignoro si, más allá de la feliz probatura de un grado más en la evolución del objeto artístico, el objetivo es la belleza. Séalo, o no, este imaginario de raíces, troncos, ramas y hojas comunica el grave misterio de la belleza, su acento menos esteticista.
Emperador domina como pocos la dialéctica de lo lleno y lo vacío, la transparencia del peso hecho atmósfera, la palabra decisiva del aire y de la luz en la vida del oscuro material nacido en la incandescencia. Sus grandes formatos y sus piezas medias están emparentadas por una afinidad genética que cabe definir como “metáfora de la figuración”. La mirada no descubre en ellas una referencia estable, sino justamente lo que intuye. Esa potencial diversidad contiene el pulso abarcador de la obra de arte y sella el nexo de la expresividad creativa con la emoción espectadora. Cuando el individuo percibe que el artista le habla directamente a él y no a todos de manera indistinta, la mirada se hace sintiente, como nos explicaba el grande e inolvidable José Luis Gallardo. Y esa manera, esa noción del sentir, es la que identifica al Arte como elemento inseparable de la condición humana. Por ello me atrevo a asimilar el apellido de Leopoldo Emperador a su posición entre los escultores vivos de Canarias. Justamente el primer lugar después del escultor Martín Chirino.
El erotismo no ha sido buen compañero de la literatura y la plástica españolas. Salvo escasas excepciones, las muestras dignas de interés tienen más de pornográfico y son anónimas o clandestinas. Los tribunales eclesiásticos erradicaron durante siglos el esteticismo sensualista de origen grecolatino y musulmán, dos piezas básicas del mosaico pluricultural que explica el ser histórico y la mentalidad de los españoles. Tan es así que el llamado “kamasutra” español, manual de amores escrito por un morisco a comienzos del XVII, enseña nada menos que a rezar en el acto amoroso y a buscar a Dios en el sexo. La buena intención conciliadora le valió al autor para salvarse de la hoguera, pero fue expulsado a Túnez.
Es evidente la sordina que las culturas occidentales del norte del Mediterráneo impusieron a la tradición inmemorial de China, Japón, India, Persia y Arabia. Aunque Grecia y Roma oscilaron entre una práctica menos espontánea que conceptual y los excesos gargantuescos de las etapas de decadencia, el sexo y el amor siguieron siendo objeto de vivencia real, literaria, filosófica y plástica. La romanización del suelo ibérico y la posterior ocupación musulmana crearon condiciones que, lamentablemente, habrían de ser barridas por la hegemonía eclesial sobre el poder civil. La España moderna es una España castrada y reprimida hasta la entrada del siglo XX.
Leopoldo Emperador recupera la poesía y el humor del eros estético en aproximaciones elípticas y en referencias explícitas. Las primeras forman parte de la estrategia de la metáfora, que no embellece tanto el objeto cuanto sublima su propia belleza; y las segundas denotan, aún hoy, el desafío a la autocensura secular que el Santo Oficio grabó a fuego en la conciencia del arte, y aún perduró tras la desaparición de los siniestros tribunales hasta que los genios de espíritu libre (Picasso, por ejemplo) reivindicaron la potencialidad poética del sexo manifiesto.
En su experiencia personal, enlaza Emperador varias civilizaciones relativamente incomunicadas. Su eje es la extremadamente sensual –y no menos espiritual– escultura “La danza de Anitra” que, como ganador de un concurso internacional, ha creado para un espacio público de la ciudad de Oslo. La leyenda de Peer Gynt, inseparable de la inteligencia escandinava, tiene incisos árabes bien acuñados en el poema dramático de Ibsen. En el IV Acto sigue el falso profeta Peer las evoluciones de Anitra y otras danzarinas en la tienda de un jeque, mientras piensa: “¡Vaya! Es apetitosa de veras la impúdica” No la ve convencionalmente hermosa –ni siquiera limpia–, pero se deleita en ello: “Precisamente es lo extravagante lo que agrada cuando se ha gozado de lo común y corriente hasta la saciedad. En lo regular se frustra toda fascinación”. Finalmente, exclama: “¡Cuán seductora eres, hija mía! ¡El profeta se ha conmovido! Si no quieres creerme, te daré una prueba: ¡Te haré hurí en el paraíso!”⋅ Tras este cuadro sexto, en el octavo cabalga Peer a través del desierto llevando a Anitra en la grupa. Ella rechaza los roces insinuantes, a lo que él responde: “¿Qué pretendo? ¡Jugar a la paloma y el halcón! ¡Secuestrarte” ¡Hacer locuras!… No es tan viejo el profeta, tonta. ¿Te parece esto un signo de vejez?”
Buscando la emanación arabista del clásico escandinavo, llega Emperador a un libro fundamental: “El jardín perfumado”, del jeque Omar Ibn Muhammad al-Nefzawi (conocido simplemente por Nefzawi), un tratado de erotología y aromaterapia animado por la suprema vitalidad del humor. Curiosamente, Nefzawi influye más a fondo en la sensualidad literaria ibérica y europea en general que los compendios y pinturas extremo- orientales. Dámaso Alonso encuentra una huella pre-Inquisición en los jocundos tetrástrofos monorrimos del Arcipreste de Hita, aquel clérigo licencioso que empezó a redimir el Renacimiento español de las pacatas tinieblas medievales. Las cancioncillas del Arcipreste, como también los muy liberales diálogos de Berceo con la Virgen María, parecen de otro mundo: más sano, más pagano en cierta medida pero también menos hipócrita por menos sometido a la agobiante proscripción canónica. El ideal femenino de Juan Ruiz se sustancia en los “ojos relucientes”, muy negros en contraste con el blanco ocular. Este contraste luminoso, común con el ideal de Nefzawi, es exactamente lo que expresa el término árabe “hur”, españolizado como “hurí”. Concluye Dámaso Alonso que el ideal del Arcipreste es igual que una hurí del paraíso coránico. Los ojos y el sexo de “Huriyah en el jardín perfumado”, uno de los espléndidos aguafuertes de Emperador, remiten directamente a Nefzawi.
El mundo vegetal y las especies florales son constituyentes del cosmos erótico oriental y musulmán. “A la sombra del sicómoro” o “Bajo los tilos” (titulado a la alemana: “Unter den Linden”) “A mato que anda, no le prestes tu sombra”, “Oculta, llave del jardín”, etc. esquematizan o abstractizan la citas sexuales como tesis de formas arbóreas y olores imaginarios que inciden en los estratos profundos del instinto amoroso. Trasciende entonces al dibujo el onirismo surrealista, extraído de las fuentes del inconsciente y relacionado con la exquisitez orgiástica de los ritos tántricos de los sufíes, mucho mejor avenidos con el erotismo búdico e hindú que la grosera obscenidad de la magia negra con el cristianismo. Arborescencias, colores y aromas se integran en la fiesta de los sentidos con una naturalidad que el mundo europeo no había conocido desde el imperio romano, salvo en expresiones de artistas radicales que escribieron al margen de la sociedad. La literatura y la pintura amatorias estuvieron por momentos en interacción con las revoluciones y los cambios sociales. La licenciosidad del XVIII y el liberalismo del XIX dieron a la escritura erótica un impulso importante pero también retroproyectaron la mirada hacia el refinamiento oriental y musulmán, superador de los regodeos carnales de Bocaccio, Chaucer, después Sade, etc.
Es en esa época cuando Richard Burton traduce de sus lenguas originales obras como “Las mil y una noches”, el “Kama Sutra”, el “Ananga Ranga” y “El jardín perfumado”. La erotología de la modernidad europea nace entonces con todos los matices del sentimiento y la expresión; de la ternura a la lujuria y de la inocencia a la sofisticación.
Es ese el clima sexual de Peer Gynt y la princesa Anitra que Leopoldo Emperador intuye magistralmente en el movimiento de la danza femenina. Movimiento grácil e ingrávido, pero a la vez provocador, sinuosamente articulado en las curvas del placer.
El bronce de la escultura creada para Oslo (2005) sugiere aguafuertes y aguatintas sobre zinc con el mismo gesto coréutico; y éstas, a su vez, nuevas obras gráficas (entre 2006 y 2007) que explicitan en el cuerpo femenino, en motivos arbóreos y presencias florales, los contenidos de una serie amatoria de excepcional sutileza. Entre esos contenidos comparece la amistad, forma de amor más elíptico, más metafórica cuanto menos sexual, que los tratadistas y pintores orientales y árabes tuvieron siempre en cuenta como expresión misteriosa del lazo espiritual que en ocasiones va más allá del amor. “Two poets on Ha’penny bridge” (En memoria de J.A.Otero) es el aguafuerte/aguatinta que cubre la dimensión de la amistad en una colección de predominio amatorio.
El magistral refinamiento dibujístico del artista nos entrega otro fragmento de su interioridad. Hay precedentes categóricos en su escultura, pero esta confidencia en papel aparece cuidada y mimada como si fuera una rara orquídea que emite señales, unas felices, otras desesperadas, pero todas deslumbradoras de la mirada, embriagadoras de los sentidos. Son emanaciones arábigo-orientales que conjugan sueños antiquísimos y reflejos de un hoy incandescente. “Tengo el alma de nardo del árabe español”, escribió Manuel Machado. O del árabe-noruego como Peer Gynt, o del exquisito sufí-nefzawino, podría decir Leopoldo.
Cuando Anitra pregunta: “¿De verdad eres profeta?”, responde Peer: “¡Soy tu emperador!”. ¿No habrán nacido de esa identidad la gran escultura de Oslo y esta admirable serie gráfica?
Si percibimos como forma la obra escultórica de Leopoldo Emperador y como formalista su lenguaje, no cuestionamos sus valores sino que los situamos en un espacio concomitante con el de otras formas y otros formalistas que le precedieron más o menos en un siglo. En una estética tan individuada como la del artista canario no es cómodo señalar huellas ni encadenar genes. Su herencia nunca podrá explicarse en términos epigonales, mucho menos miméticos, sino en puntos de fusión ideológica que pasan las barreras del tiempo, las escuelas, las vanguardias, los ismos y cualesquiera meridianos cronológicos en la evolución del arte. En otras palabras, las afinidades son electivas, no emuladoras; y las semejanzas derivan de reflexiones que unifican determinados extremos en un arco real-imaginario más abierto y dilatado que el de las generaciones.
En las últimas décadas propone Emperador intencionadas evocaciones de Brancusi. Más allá de lo obvio –y tópico en cierta medida– si aplicamos a ese paralelo una mirada ideológica intuiremos la idea de infinito que el artista canario, como el rumano, asimilan a lo inacabado, a lo potencial y, en cierto modo, al eterno retorno. Los treinta metros de acero de la la columna infinita que erigió Brancusi en Tirgu-Jiu, cuando pudo regresar a su patria, no pretenden una vana alegoría de la dimensión sino un pensamiento de lo que es suceso permanente; en palabras platónicas, “la indefinida multiplicidad de cada una de las cosas a las que se aplica la unidad”, una vez que los alfabetos estéticos alcanzan su unidad básica, celular y formante.
Al igual que Brancusi en su tiempo, Leopoldo Emperador conoció y estudió las culturas primitivas, especialmente las africanas, y devino de ello un impulso de síntesis manifestado como necesidad de simplificación formal. La inquietud intelectual de hallar las claves expresivas del espacio, el volumen y el movimiento, le hizo eliminar gradualmente las adherencias superfluas y purificar una estructura de representación que, inevitablemente, ambiciona el orden formal absoluto y el acento de la eternidad –o eterno retorno– de las formas estilizadas hasta tocar la abstracción o aventuradas más allá de la membrana abstracta. El proceso hace indispensable el perfeccionamiento del material, la pulida piel que indiferencia las culturas particulares y convierte volumen y dinámica en pensamiento. Es el umbral que da paso a lo general, al concepto universal, infinito y/o eterno (como se quiera)
Cada uno con su voz poderosamente individuada, podrían añadirse el Modigliani escultor, Henry Moore, Picasso, Lipchitz, Giacometti –más modernamente Gargallo y en la actualidad Chirino- – a las afinidades electivas de Emperador. En todos se dan las premisas de meditación en las culturas arcaicas, el correlato de los reinos de la Naturaleza, la simplificación y la pureza representativa que, por “regresión al infinito”, desaguan en el caudal del orden absoluto de las formas.
Lo más incitante es el misterio de la religación un siglo después: qué lo precipita, qué lo determina, qué factores lo explican y cómo manifiesta su fuerza generadora de lenguaje. Piezas de síntesis de Emperador como Perplejidad, Mujer portando un objeto minimalista u Hombre flor de loto se remiten a un criterio de forma casi tan antiguo como la escultura. Observando que un objeto tiene no sólo una figura patente y visible, sino también una figura latente e invisible, forjaron los griegos la noción de forma en tanto que figura interna solamente captable por la mente. Unas veces la llamaron idea y otras forma. Idea hiperestilizada podría ser la Otomana de Emperador, si prefiriésemos denominar formas a sus cabezas más o menos ovoides o a la Bañista que recuerda la Princesa X o la extremada ambición de pureza de La foca, piezas ambas de Brancusi. Pero es insuficiente, incorrecta, la asimilación de lo vacío y lo lleno a esos nombres no tan diferentes, porque el concepto de forma suma ambas dimensiones.
Si contemplamos estas esculturas desde el primado de la línea, veremos que los ritmos lineales religan superficie y profundidad, como en la escultura de Modigliani: línea sinuosa, placentera o atormentada por un ideal de belleza que alumbra resultados de la máxima intensidad expresiva. Este elemento crea una proximidad sensible y marca otra proximidad distante, perceptible tal vez solamente como sueño. La línea de Emperador participa en plenitud del dualismo visible/invisible de la forma.
La figura humana como referente central del escultor canario, y la fusión de lo animal, lo vegetal y lo mineral pueden señalizar un fondo a lo Henry Moore, poderosamente materializado en la tensión vano/masa, en la confusión de los planos antitéticos, en la fuerza expresiva de magnificar lo finalmente indistinto. Volvemos a un pensamiento interior de la belleza y a su capacidad generativa desde la energía de lo que no está exclusivamente en la mirada. Por otra parte, las mujeres vegetales, las sugerencias euroafricanas de las figuras y los tocados, inducen –como con frecuencia en Moore– la presencia mágico-narrativa del mito.
De Lipchitz y Picasso vienen la dicotomía hueco/masa, la mitificación o mitologización, la honda espiritualidad de lo vertical cuando los volúmenes adelgazan. Y de Giacometti, el alargamiento extremo del material, la relación existencial entre la imagen y el espacio, la soledad de la presencia humana, su fascinadora vibración en el puro estatismo.
Resumiendo esa plural patrilinealidad, hemos evocado en la vertiente de las afinidades técnicas los conceptos de línea, vano/masa, esencialización del volumen y dicotomía imagen/espacio. En la vertiente conceptual hablamos de sueño, belleza interior, espiritualidad y soledad. Acaso sean por sí mismas ideas suficientes para aproximarnos a las razones de un rebrote en la escultura de Emperador (final del siglo XX, principios del XXI) de las constantes formales e ideológicas de la gran escultura de finales del XIX y principios del XX. Entonces expiraba con pesimismo la primera era industrial; ahora resurgen ciertas tesis humanistas y espiritualistas después de un siglo deshumanizado. La respuesta es otra y la misma.
Pero olvidemos ahora a los insignes ancestros de hace un siglo y sigamos merodeando el misterio de religación a través del tiempo. La individuación de los impulsos que aparecen similarmente en la historia del arte desde su más remota huela depende, una vez más, de la forma. El principio de individuación –que da razón de por qué algo es un individuo, un ente singular– es la forma. Las constantes y las variables técnicas o ideológicas nunca serán tan expresivas como los caracteres individuales de una posición/posesión espacial tan singular como la de Leopoldo Emperador. Y eso es, en parte, la forma, su forma: materia signata quantitate, diría Santo Tomás, y no materia universal en abstracto. En otras palabras, materia acotada y cualificada por el trazo del artista en la infinitud y la eternidad del espacio y el tiempo.
Los griegos rechazaron lo infinito en el arte, pero lo admitieron al menos como problema, como pensamiento. El infinito es algo meramente potencial: está siendo, pero no es. De ahí la desconfianza de la cultura apolínea, su “horror del infinito” por considerar que la razón es impotente para entenderlo. La escultura de Emperador no pertenece al orden de la razón sino a la sinrazón de recuperar, como sus ilustres ancestros de hace un siglo, la infinita potencia del espíritu en la visión “fáustica”, apasionada y dionisiaca que Spengler creía necesaria como salto histórico por encima de la decadencia.
Más allá de sus temas, elegidos con ironía, ternura o humor, las esculturas de nuestro artista rescatan una visión poética de la criatura humana en soledad, ubicada en su espacio, viviendo, jugando, amando o soñando; desentendida del dinamismo destructor de la especie, alegremente confiada en la belleza, en la identidad esencial del ser, el estar y el sentir de todas las generaciones humanas desde sus orígenes. Criaturas que se individualizan o se repiten, porque el infinito es también repetición, la ciclitá come infinitá descrita por Mondolfo, la deslumbrante religación del arte de nuestro tiempo –Emperador– con el de un siglo atrás. O, apelando a otras imágenes, Heráclito, la infinita divisibilidad del continuo según Zenón, el eterno retorno que Nietzsche trajo desde los griegos hasta el siglo XX: el espíritu humano renovándose triunfal después de la caida, la degradación y el envilecimiento que también envilecieron su imagen en el espejo irrebatible del arte.
Hablamos, en definitiva, de la individuada forma que es en Emperador figura patente y figura latente, visibilidad e invisibilidad, mirada y pensamiento; nunca manierismo. Y hablamos del formalismo de Emperador, un lenguaje que posee autonomía y puede, por tanto, ser observado internamente. Este escultor admirable ha descubierto que lo característico del lenguaje artístico no es su ausencia de significados sino la multiplicidad de ellos y su rotación, su alternancia: ciclicidad como infinitud. Porque el infinito, define Aristóteles, “no es aquello más allá de lo cual no hay nada, sino aquello más allá de lo cual hay algo”. Ese algo que buscaron hace un siglo Brancusi, Picasso, Moore o Giacometti, es lo que hoy busca Leopoldo Emperador, dueño y señor de sus medios, refinado artesano y artista poseido por la ambición de rescatar la espiritualidad tras la más larga y atormentada era materialista de la historia del hombre.