Leopoldo Emperador: Redescubrir las vanguardias
Leopoldo Emperador acude de nuevo a las vanguardias históricas para recrear el discurso plástico que da sentido a esta muestra. Acudir a aquellos movimientos que pusieron en cuestión la idea de la representación estética a comienzos del presente siglo, no es ya sorprendente en este artista. Cuando hace algunos años decidió abandonar el territorio definido por los planteamientos conceptuales, espacio fértil por lo que respecta a los procesos creativos pero excesivamente complejo en cuanto a la receptividad con un público autista como lo es el canario a todo aquello que se sitúe de modo fronterizo en posiciones donde el valor intelectual cobre una posición de dominio, Emperador asume localizar un ideario estético que le posibilite conjugar sus preocupaciones creativas con la apertura hacia un público más amplio que le permita prescindir de ciertas rémoras y malos entendidos que se habían generado con su obra.
Encuentra este espacio estético en el consenso que establece entre las estructuras formales que situaron en crisis el sistema de representación tradicional de la cultura europea y todo el conocimiento que había ido adquiriendo en sus años de formación. Reinterpretar los escultores del hierro de principio de siglo a la luz del presente podría ser, reduciendo conscientemente sus apetencias artísticas, lo que mejor podría definir a estas experiencias que Emperador nos muestra. Esta voluntad historicista, no esconde su anhelo de desvelar todo el proceso creativo que aquellos primigenios artistas presentaban en sus obras. Las, a menudo, procelosas aventuras artísticas y vitales que recorrían admirablemente las creaciones de las vanguardias hoy son ya piezas museables. Han adquirido el estatus de nobleza que la aceptación social trae consigo. Sin embargo, tal aceptación ha incidido en cierto sentido negativamente en lo que significa la transformación radical de las formas que estas piezas engendraron.
La rápida asunción de sus planteamientos formales por parte de una sociedad que veía en ellas, antes que nada, símbolos de una cierta manera de entender la vida y por extensión el arte mismo, redujo su impacto estético.
Emperador propone un ejercicio simple en cuanto a su presentación formal, pero complejo en lo que poseen de ahondar en el espíritu que las creó. Todavía quedan multitud de detalles, vericuetos, que trascienden de la mera representación formal, en los conceptos que animaron a estas piezas a ser creadas. Esta es la vía escogida por Emperador para dar rienda suelta a sus virtudes como artista.
La concepción extendida en todos los dominios del arte, del fracaso del ideario de estas vanguardias históricas se encuentra en la base de esta voluntad de recuperación. La filosofía a partir de la cual se transformó el mundo de las formas es una constante de la naturaleza humana: cualquier situación que cobre consistencia desde la diferencia a lo establecido alumbrar nuevas maneras de interpretar la realidad. Creer que semejante programa se agota con el desmantelamiento de determinadas tendencias es apostar decididamente por la primacía de las estructuras del mercado del arte sobre el arte mismo.
Las vanguardias históricas descubrieron un extenso territorio aún en parte inexplorado. Que lo que ya se ha hecho posea en la actualidad el reconocimiento, merecido por otra parte, no implica que de ellas no se pueda extraer nada más. Antes al contrario y Emperador, al igual que muchos otros artistas que hoy tratan de redefinir un espacio intelectual propio encuentran en ‚éstas las bases de sus experimentaciones artísticas. Nada más y nada menos.
RETRATOS
ARQUEOLOGÍAS URBANAS
MOMENTOS
Ventanas
El último emperador
Domina como pocos la dialéctica de lo lleno y lo vacío, la transparencia del peso hecho atmósfera
Exposición ‘Arborescencias’
Hablando de escultura canaria, el último emperador se llama Leopoldo. Su obra reciente seguirá hasta el final de enero en la Galería de la Fundación Mapfre- Guanarteme de Las Palmas, para ir después a la de La Laguna. Visitarla es comprender la confluencia del apellido con el liderazgo simbólico de una plástica que, por fortuna, ratifica en la infatigable creatividad de Martín Chirino su referencia suprema. Leopoldo tiene mucho de este gran maestro, absorbido y transformado al calor de un vínculo casi paterno-filial. No hablo, por tanto, de relación profesoral, sino de inducción espontánea. En la trayectoria del más joven, que ha pasado del plano al volumen con escala en la pura luz -sus neones de los ochenta- hay huellas personalizadas de los sólidos sin peso de Brancusi, las estilizaciones de Giacometti y, por fin, la rítmica fusión de forma y espacio de Chirino, el genio que hace volar las masas compactas. Las significativas esculturas urbanas de Emperador, como las ubicadas en recintos públicos, dan fe del “hierro en vuelo” que es emblema de Chirino, pero lo hacen con una voz netamente personal. El argumento de autoridad de ese lenguaje inconfundible está en Arborescencias, que así se llama la muestra actual. La plasticidad del hierro candente, torcido y modelado a mano como en las fraguas que remiten a la noche de los tiempos, refunda en la pura abstracción ciertas formas vegetales y las llena de novedad, como libre gesto ideador solidificado en una original concepción del espacio. Ignoro si, más allá de la feliz probatura de un grado más en la evolución del objeto artístico, el objetivo es la belleza. Séalo, o no, este imaginario de raíces, troncos, ramas y hojas comunica el grave misterio de la belleza, su acento menos esteticista.
Emperador domina como pocos la dialéctica de lo lleno y lo vacío, la transparencia del peso hecho atmósfera, la palabra decisiva del aire y de la luz en la vida del oscuro material nacido en la incandescencia. Sus grandes formatos y sus piezas medias están emparentadas por una afinidad genética que cabe definir como “metáfora de la figuración”. La mirada no descubre en ellas una referencia estable, sino justamente lo que intuye. Esa potencial diversidad contiene el pulso abarcador de la obra de arte y sella el nexo de la expresividad creativa con la emoción espectadora. Cuando el individuo percibe que el artista le habla directamente a él y no a todos de manera indistinta, la mirada se hace sintiente, como nos explicaba el grande e inolvidable José Luis Gallardo. Y esa manera, esa noción del sentir, es la que identifica al Arte como elemento inseparable de la condición humana. Por ello me atrevo a asimilar el apellido de Leopoldo Emperador a su posición entre los escultores vivos de Canarias. Justamente el primer lugar después del escultor Martín Chirino.
Entre Jardines
Leopoldo Emperador ha vuelto al símbolo del árbol (estudiado por Frazer o Eliade, exhaustivamente recopilado por Cirlot, un poeta tan próximo a las artes), pero esta reposición de la figura arbórea, al interpretarla, la visualizo también como la ubicación de un escultor que se planta en medio de una tierra de nadie, pero en terreno propio, frente a los aires encontrados y enfrentados de su tiempo, para construir y regalar al aire una serie de piezas arborescentes, que ya no sólo representan el emplazamiento del árbol mítico, eje del universo, puente de unión entre el cielo y la tierra, sino que en su simbolismo tiñe la condición axial de Leopoldo Emperador como artista, escultor que aquí, en esta nueva entrega, traza una espiral hacia el pasado de su trayectoria y con el impulso la lanza desde su presente a lo porvenir.
Decimos que ha vuelto porque, en efecto, no hay que perder de vista los orígenes, —en el caso de nuestro escultor, orígenes conceptuales—, aquellas primeras series de los años ochenta, series como Alberos y Electrografías, en las que ya estaba presente la carga simbólica del árbol y sus formas, aunque filtradas a través de las estilizadas arquitecturas de unas instalaciones en las que el neón tendía a constituirse, quiméricamente, como metáfora y objeto a la vez, planteándose el artista la contradicción, quizás irresoluble, entre lo artificial y lo natural, entre el árbol iluminado y la sombra fría de su concepto; como si dijéramos, entre cultura y naturaleza.
Seguimos por escrito aquellas incursiones suyas, aquellas fundaciones iniciales, como si al principio de todo su tarea hubiera consistido en sondear y balizar un territorio de materia mental hasta que pudo convertirlo, y gozarlo, como un jardín de ramas doradas. Y aquí, en esta alusión de una manera edénica, de nuevo aparece el trabajo de antropología mítica de Frazer y la interpretación al óleo de Turner del valle con ramos de hojas de oro que, en la mitología romana, permitió al héroe troyano Eneas viajar de forma segura por el mundo subterráneo.
Si mal no recuerdo, uno de mis primeros textos de arte, pitagóricamente titulado 37, se conformó como treinta y siete proposiciones poéticas alrededor de una instalación de Leopoldo Emperador, en la primitiva galería de Rafael Tous en Barcelona, cuando aún no conocía personalmente al escultor. Hubo más textos, más cercanía a la vida y a la materia del artista. Hasta que un día fui testigo de un viraje decisivo en su forma de entender el oficio y, por extensión, su propia vida.
No es la primera vez, tampoco, que manifiesto la importancia que supuso el giro de la metáfora y el objeto conceptual a la materialidad indescifrable y gozosa de la escultura, tomando para este tránsito, y como elementos de diálogo y discusión, algunas manifestaciones de las vanguardias históricas y del indigenismo canario de la escuela Luján Pérez. Este viraje a la emoción física, a la soledad del taller que se consolida en los años noventa, le ha supuesto no sólo el estar a solas con su oficio y su voluntad creativa, sino la valentía para dar rienda suelta a un universo de formas libres y auténticas, al margen de los gustos instituidos e institucionalizados. Como viejo testigo, desde mi propio conceptismo a expresiones más sensitivas de la escritura, es un placer constatarlo cada vez que Leopoldo Emperador alcanza el valle de Turner y nos ofrece sus tesoros, la labor callada y sonora de su trabajo.
Ya lo hizo, la última vez, en su lectura de El jardín perfumado, el clásico de Omar Ibn Mohamed al Nefzaui. Ahí ya estaba, como ahora, la alegría y la sensualidad de las formas. Ahí ya estaba, como en estas Arborescencias de hoy, el valle y el jardín, la luz dorada en la copa de los árboles altos, el musgo del lecho, las figuras recostadas en la amenidad de la escena, la permanencia del instante al amparo de un azul tenue y sin heridas.
Leopoldo Emperador ha traído a estos jardines, por donde se esparcen los hierros forjados, los elementos de su memoria, es decir, su sentir la tierra que lo alberga, el aire que traduce dicha tierra, las manifestaciones de un paisaje insular que lo reinventa como individuo y lo prolonga como artista. Él, el artista que a su vez, reinterpreta la palmera de Jorge Oramas, el drago de Óscar Domínguez, las mitológicas, voluptuosas piteras de Néstor de la Torre, la sabina bajo el viento de Martín Chirino, los sicomoros de una imaginación con suficiente energía, y territorio invisible todavía, por delante.
Atrás la metáfora y el objeto, sin distancia entre sí, sin posibilidad de alentar evocaciones. Atrás los despieces, los restos de naufragios. Las piezas escultóricas de Leopoldo Emperador dialogan, interpretan el aire que las envuelve. Lo mismo que estas líneas que se miran en sus facetas, prismas y volutas, y tratan así —esta líneas que voy escribiendo— de constituirse como arborescencias, como árboles enraizados en una realidad, pero con las frondas y ramas respirando la fuerza de un viento alto, de un viento repentino, el soplo de un espíritu que se abre a través de la escultura. Con sus raíces al aire, como el baobab de las sabanas africanas.
Sé que el trabajo de Leopoldo Emperador es difícil. Es difícil doblegar el acero y el hierro, izarlo, martillearlo, someterlo al fuego, a la voluntad del artista. Pero más difícil —creo— es disponer estos esfuerzos, ya conseguidos, en el escaparate de los gustos viciados contemporáneos. Hablamos de esculturas, pero ¿todavía existen escultores? ¿No pululan como la peste los conceptistas e ideadores de esbozos, los decoradores de espacios…? Leopoldo Emperador no necesita ser emparentado, ni siquiera en un símil instantáneo, con esas prácticas de una modernidad anticuada y estéril. Su trabajo surge, avanza en dichosa libertad de creación. Qué exigente labor que, al margen de los fuegos artificiales del entorno, se emplaza, se centra y desde ahí abre, como las ramas del árbol, un fuego propio.
Lo volvemos a encontrar, este fuego que ilumina lecturas sensuales, en las Arborescencias de hoy. Fuego, contra el aire, como delicia. Fuego, y materia que se dobla y que, al hacerlo, nos entrega superficies, ideas, planos en los que puede seguir creciendo nuestra mirada. Y el interior de la mirada.
Barcelona 27 de Octubre de 2011.
Laudatio de Leopoldo Emperador Altzola
Respetables y estimados Presidenta y miembros de la Real Academia Canaria de Bellas Artes San Miguel Arcángel
Señoras y señores:
Declaro en primer lugar que me siento muy honrado por participar en esta solemnidad y pesaroso de no estar en persona por motivos del todo involuntarios. Recibir a Leopoldo Emperador Alzola en la Real Academia es un acto de reconocimiento que me alegra profundamente por motivos corporativos y, sobre todo, personales, dada nuestra grande y vieja amistad, la admiración que le profeso y las muchas ideas y experiencias que compartimos.
He leído cuidadosamente la biografía que Emperador acaba de ofrecernos como cartografía de su trayectoria vital y artística. Este conocimiento me sumerge, con admiración y respeto, en el espacio común de las otras poéticas y experiencias características del mundo de la creación.
En su infancia emprende Leopoldo la azarosa travesía del niño que sueña, que hace preguntas y espera respuestas, escudriñando el horizonte de “su isla”, horizonte del que se apodera, rompe y, en su empeño, hace saltar por los aires para apoderarse otra vez de él y colocarlo debidamente en el cielo de la experiencia que dará lugar al mito.
De la mano de su padre, tiene el privilegio de ver y observar aquellos lugares, cuevas y abrigos legendarios que, aún hoy, protegen la historia de nuestros ancestros.
Formas emblemáticas, pintadas o inscritas en la verticalidad de las paredes que se muestran oscuras y desafiantes para que el experto, en sus horas de desvelo, las rescate del tiempo que las tuvo adormecidas hasta la llegada de un nuevo orden; puerta impenetrable que se abre y muestra a la mirada fija del niño los enigmas fascinantes; imágenes espléndidas que, como todo arte, no admiten el dudoso aplazamiento para que no se pierda el extraño misterio de la creación y su historia.
Como la mayoría de los artistas de su generación, se encuentra Emperador en la difícil encrucijada del arte del siglo veinte. Las nuevas propuestas artísticas sitúan al creador ante el panorama de un horizonte diferente que demanda interpretaciones no solo formales, sino también de conceptos, nuevas tendencias del arte que aparecieron y se sucedieron con rapidez, planteando el gran dilema del arte actual, tendencia que, si bien rica en ideas, también es de compleja interpretación.
Leopoldo asume y se entrega de manera consciente al reto de las dificultades de su tiempo, investiga los derroteros de las múltiples manifestaciones del arte y se traza un camino de trabajo coherente con un legado estético elaborado desde la lejanía de su infancia, experiencia que le coloca en medio del quehacer del arte contemporáneo y sin duda incluye, pero que no se limita a la contemplación clásica de las obras de arte. Por el contrario, las hace participar en una serie de acontecimientos, aprendizajes y transformaciones creando formas de interacción con el público, compartiendo conceptos e ideas a través de acciones y expesiones diversas.
El escultor, hombre de hoy, sabe que el artista contemporáneo inventa nuevas formas, desoyendo el recurso científico y alejándose de lo aparentemente razonable. Nómada ferviente, deambula por aquellos lugares que dan respuesta y alivio a sus preocupaciones de hombre y artista moderno: Carnac en la Bretaña, Stonehenge en Inglaterra o Newgrange en Irlanda, referente, este último, ineludible en su trayectoria y cuyo recuerdo aún hoy le sobrecoge.
Su obra Hacia el paradigma, de 1988, le sumerge en un período de reflexión fundamental; emprende un inusitado viaje interior en el que el arte y sus prácticas son el tema central de su preocupación. El artista emergerá fuera de este conflicto entre el rigor de la ortodoxia y el suave eclecticismo de la época.
El escultor vuelve al ensueño de su montaña amarilla con el pesado bagaje de una experiencia saturada de aciertos, pero también con la preocupación de la duda. Su conocimiento del hierro como materia escultórica, a través de la lectura de aquellos autores acreditados, le empuja de nuevo hacia los astilleros del puerto, en los que la tecnología naval desecha restos de materiales intervenidos durante el proceso de trabajo.
Descubre formas que le atraen, formas sugerentes que este residuo mineral ofrece a su mirada insistente, y se muestra plenamente consciente de que la obra de arte, en su infinita y compleja hermosura, posee una singularidad que hace fracasar el principio de la realidad.
El objeto encontrado y elevado a la categoría de arte por los grandes artistas que nos precedieron en la mitad del siglo XX, sirve de referente al escultor en este momento crucial de su elección.
Otra vez en su montaña amarilla, observa la verticalidad basáltica de Balos y civilmente, como artista de su tiempo, asume el nuevo compromiso social y se somete desde el compromiso del arte actual a la elaboración del hierro de su escultura e identidad.
Desde la poética de la creación sabe que en medio de la rosa de los vientos se instala un deseo apasionado que urge a la sombra para que regrese a su origen. Y con humildad se reconoce definitivamente en el centro del laberinto de la creación, ya como escultor de una sola pieza. Culto, versátil, siempre alerta, procura crear el espacio idóneo para que su escultura crezca en armonía con la solidez de sus criterios. El escultor, herrero fabulador y reflexivo, sabe que la práctica del arte es un “continuum” que se desplaza alternativamente entre emoción, memoria y conocimiento. Sabe, por tanto, que el artista no urde la compleja situación social del hombre, no alienta su desesperanza ni se evade por caminos de exquisiteces.
Siento gran honor y placer en el enaltecimiento de la figura y la obra de este gran escultor de la contemporaneidad canaria y española, presencia interior y exterior de nuestra cultura y fraternal compañero en emprendimientos estéticos y sociales que han nacido de una identificación profunda en las nociones esenciales del arte que practicamos.
No menos estimulante es la satisfacción de compartir desde hoy la noble Corporación que me distingue entre sus miembros de honor y recibe como academico de número a un prestigioso creador canario de los siglos XX y XXI.
Felicito por ello a la docta casa, a todos sus miembros y a la cultura de Canarias por el acierto en la selección de sus mejores individualidades.
Martín Chirino López
El sueño erótico de Nefzawi
El erotismo no ha sido buen compañero de la literatura y la plástica españolas. Salvo escasas excepciones, las muestras dignas de interés tienen más de pornográfico y son anónimas o clandestinas. Los tribunales eclesiásticos erradicaron durante siglos el esteticismo sensualista de origen grecolatino y musulmán, dos piezas básicas del mosaico pluricultural que explica el ser histórico y la mentalidad de los españoles. Tan es así que el llamado “kamasutra” español, manual de amores escrito por un morisco a comienzos del XVII, enseña nada menos que a rezar en el acto amoroso y a buscar a Dios en el sexo. La buena intención conciliadora le valió al autor para salvarse de la hoguera, pero fue expulsado a Túnez.
Es evidente la sordina que las culturas occidentales del norte del Mediterráneo impusieron a la tradición inmemorial de China, Japón, India, Persia y Arabia. Aunque Grecia y Roma oscilaron entre una práctica menos espontánea que conceptual y los excesos gargantuescos de las etapas de decadencia, el sexo y el amor siguieron siendo objeto de vivencia real, literaria, filosófica y plástica. La romanización del suelo ibérico y la posterior ocupación musulmana crearon condiciones que, lamentablemente, habrían de ser barridas por la hegemonía eclesial sobre el poder civil. La España moderna es una España castrada y reprimida hasta la entrada del siglo XX.
Leopoldo Emperador recupera la poesía y el humor del eros estético en aproximaciones elípticas y en referencias explícitas. Las primeras forman parte de la estrategia de la metáfora, que no embellece tanto el objeto cuanto sublima su propia belleza; y las segundas denotan, aún hoy, el desafío a la autocensura secular que el Santo Oficio grabó a fuego en la conciencia del arte, y aún perduró tras la desaparición de los siniestros tribunales hasta que los genios de espíritu libre (Picasso, por ejemplo) reivindicaron la potencialidad poética del sexo manifiesto.
En su experiencia personal, enlaza Emperador varias civilizaciones relativamente incomunicadas. Su eje es la extremadamente sensual –y no menos espiritual– escultura “La danza de Anitra” que, como ganador de un concurso internacional, ha creado para un espacio público de la ciudad de Oslo. La leyenda de Peer Gynt, inseparable de la inteligencia escandinava, tiene incisos árabes bien acuñados en el poema dramático de Ibsen. En el IV Acto sigue el falso profeta Peer las evoluciones de Anitra y otras danzarinas en la tienda de un jeque, mientras piensa: “¡Vaya! Es apetitosa de veras la impúdica” No la ve convencionalmente hermosa –ni siquiera limpia–, pero se deleita en ello: “Precisamente es lo extravagante lo que agrada cuando se ha gozado de lo común y corriente hasta la saciedad. En lo regular se frustra toda fascinación”. Finalmente, exclama: “¡Cuán seductora eres, hija mía! ¡El profeta se ha conmovido! Si no quieres creerme, te daré una prueba: ¡Te haré hurí en el paraíso!”⋅ Tras este cuadro sexto, en el octavo cabalga Peer a través del desierto llevando a Anitra en la grupa. Ella rechaza los roces insinuantes, a lo que él responde: “¿Qué pretendo? ¡Jugar a la paloma y el halcón! ¡Secuestrarte” ¡Hacer locuras!… No es tan viejo el profeta, tonta. ¿Te parece esto un signo de vejez?”
Buscando la emanación arabista del clásico escandinavo, llega Emperador a un libro fundamental: “El jardín perfumado”, del jeque Omar Ibn Muhammad al-Nefzawi (conocido simplemente por Nefzawi), un tratado de erotología y aromaterapia animado por la suprema vitalidad del humor. Curiosamente, Nefzawi influye más a fondo en la sensualidad literaria ibérica y europea en general que los compendios y pinturas extremo- orientales. Dámaso Alonso encuentra una huella pre-Inquisición en los jocundos tetrástrofos monorrimos del Arcipreste de Hita, aquel clérigo licencioso que empezó a redimir el Renacimiento español de las pacatas tinieblas medievales. Las cancioncillas del Arcipreste, como también los muy liberales diálogos de Berceo con la Virgen María, parecen de otro mundo: más sano, más pagano en cierta medida pero también menos hipócrita por menos sometido a la agobiante proscripción canónica. El ideal femenino de Juan Ruiz se sustancia en los “ojos relucientes”, muy negros en contraste con el blanco ocular. Este contraste luminoso, común con el ideal de Nefzawi, es exactamente lo que expresa el término árabe “hur”, españolizado como “hurí”. Concluye Dámaso Alonso que el ideal del Arcipreste es igual que una hurí del paraíso coránico. Los ojos y el sexo de “Huriyah en el jardín perfumado”, uno de los espléndidos aguafuertes de Emperador, remiten directamente a Nefzawi.
El mundo vegetal y las especies florales son constituyentes del cosmos erótico oriental y musulmán. “A la sombra del sicómoro” o “Bajo los tilos” (titulado a la alemana: “Unter den Linden”) “A mato que anda, no le prestes tu sombra”, “Oculta, llave del jardín”, etc. esquematizan o abstractizan la citas sexuales como tesis de formas arbóreas y olores imaginarios que inciden en los estratos profundos del instinto amoroso. Trasciende entonces al dibujo el onirismo surrealista, extraído de las fuentes del inconsciente y relacionado con la exquisitez orgiástica de los ritos tántricos de los sufíes, mucho mejor avenidos con el erotismo búdico e hindú que la grosera obscenidad de la magia negra con el cristianismo. Arborescencias, colores y aromas se integran en la fiesta de los sentidos con una naturalidad que el mundo europeo no había conocido desde el imperio romano, salvo en expresiones de artistas radicales que escribieron al margen de la sociedad. La literatura y la pintura amatorias estuvieron por momentos en interacción con las revoluciones y los cambios sociales. La licenciosidad del XVIII y el liberalismo del XIX dieron a la escritura erótica un impulso importante pero también retroproyectaron la mirada hacia el refinamiento oriental y musulmán, superador de los regodeos carnales de Bocaccio, Chaucer, después Sade, etc.
Es en esa época cuando Richard Burton traduce de sus lenguas originales obras como “Las mil y una noches”, el “Kama Sutra”, el “Ananga Ranga” y “El jardín perfumado”. La erotología de la modernidad europea nace entonces con todos los matices del sentimiento y la expresión; de la ternura a la lujuria y de la inocencia a la sofisticación.
Es ese el clima sexual de Peer Gynt y la princesa Anitra que Leopoldo Emperador intuye magistralmente en el movimiento de la danza femenina. Movimiento grácil e ingrávido, pero a la vez provocador, sinuosamente articulado en las curvas del placer.
El bronce de la escultura creada para Oslo (2005) sugiere aguafuertes y aguatintas sobre zinc con el mismo gesto coréutico; y éstas, a su vez, nuevas obras gráficas (entre 2006 y 2007) que explicitan en el cuerpo femenino, en motivos arbóreos y presencias florales, los contenidos de una serie amatoria de excepcional sutileza. Entre esos contenidos comparece la amistad, forma de amor más elíptico, más metafórica cuanto menos sexual, que los tratadistas y pintores orientales y árabes tuvieron siempre en cuenta como expresión misteriosa del lazo espiritual que en ocasiones va más allá del amor. “Two poets on Ha’penny bridge” (En memoria de J.A.Otero) es el aguafuerte/aguatinta que cubre la dimensión de la amistad en una colección de predominio amatorio.
El magistral refinamiento dibujístico del artista nos entrega otro fragmento de su interioridad. Hay precedentes categóricos en su escultura, pero esta confidencia en papel aparece cuidada y mimada como si fuera una rara orquídea que emite señales, unas felices, otras desesperadas, pero todas deslumbradoras de la mirada, embriagadoras de los sentidos. Son emanaciones arábigo-orientales que conjugan sueños antiquísimos y reflejos de un hoy incandescente. “Tengo el alma de nardo del árabe español”, escribió Manuel Machado. O del árabe-noruego como Peer Gynt, o del exquisito sufí-nefzawino, podría decir Leopoldo.
Cuando Anitra pregunta: “¿De verdad eres profeta?”, responde Peer: “¡Soy tu emperador!”.
¿No habrán nacido de esa identidad la gran escultura de Oslo y esta admirable serie gráfica?
Guillermo García-Alcalde