Jardines del Goce Singular

José Carlos Cataño.

Hay una imagen que me viene al recuerdo involuntario cuando quiero referirme a la última exposición de Leopoldo Emperador. La imagen está formada por secuencias sucesivas: una escalera de caracol que desciende, una sala angosta y en penumbra que nos recibe, unos tubos de neón dispuestos sobre mesas de cristal que esperan nuestra palabra. La angostura umbrosa ya estaba en la calle, la estrecha calle barcelonesa del Berlinés en invierno, según creo recordar, en donde estuvo ubicado el primer espacio expositivo de la ya mítica Sala Metrònom.

Mesas. 1982. Sala Metrónom. Barcelona.

Sucedía, lo que recibe ahora el recuerdo, a comienzos de la década de los ochenta. Sin conocer por entonces ni la obra ni la persona del autor de la instalación, la de Leopoldo Emperador me deparó una de mis primeras escrituras de arte, desarrollada en forma de proposiciones wittgensteinianas, que di a la prensa de algún suplemento cultural de Tenerife.

Desde aquella fecha que ya parece de otra vida, se han sucedido galerías, instalaciones, piezas, textos y escrituras en torno a la actividad de Leopoldo Emperador. Pero lo que pretende expresar el recuerdo involuntario en la mirada actual, abarcando un período tan amplio de tiempo, es de qué manera el trabajo de nuestro artista, y también si se me permite la palabra mía que lo sigue, ha logrado zafarse de pleno de la frialdad de la artesanía conceptual, la que aún hoy sigue activa en espacios de asepsia académica y repetitiva, en exposiciones tan previsibles como carentes de latido. Ya se veía venir el afán de liberación y la entrega a una senda propia y arriesgada, hacia mediados de los años noventa, que fue, si no me equivoco, cuando Leopoldo Emperador asumió una soberanía artística de plenitud.

Fue por tales fechas cuando empezó a entregarse, sin complejos ni miedos a lo que pudieran decir los dictados de la modernidad, a la búsqueda de unas formas que eran, en primer y último término, escultóricas. Y eso ocurría en un tiempo en que la realidad de la escultura había sido secuestrada por las banalidades de los artesanos, las pompas multidisciplinares y los certificados de autenticidad moderna, no menos pretenciosos y estériles, expedidos por los productores de sentido, los teóricos que franqueaban el paso al altar de semejantes nulidades. Por el contrario, las esculturas de Emperador llegaban con la entrega al goce del metal, a la sensualidad de la fragua, al erotismo de formas que se insinuaban, y eran ya evidencia tangible y acariciadora, a partir de la lucha encarnizada y finalmente feliz con la materia.

La sensualidad a la que me refiero, en la trayectoria de Leopoldo Emperador, hemos visto cómo la ha determinado muchas veces el roce con el arte continental africano, sus máscaras y sus emplazamientos corporales, es decir, escultóricos. Pero ahora, en esta nueva exposición de sus trabajos reciente, el escultor ha dado otra vuelta de tuerca y ha entregado la sensualidad a nuevas latitudes del sentir.

De ahí la presencia oriental y nórdica en El jardín perfumado. De ahí, la conjunción perfectamente armónica entre los motivos de la obra dramática de Henrik Ibsen, Peer Gynt, y de la suite del compositor Edvard Hagerup Grieg, quien respondía a finales del XIX al encargo de elaborar una música incidental, un acompañamiento musical, para la pieza de su compatriota. Y así es como surge del reto del encargo la Danza de Anitra, la sección tal vez más conocida de la suite compuesta por Grieg.

Pero la conjunción, en los nuevos trabajos de Emperador, va más allá, es más amplia, más atrevida, ya que cuando se plantea redondear el sabor oriental ya explícito en la obra de Ibsen y en la música de Grieg, se ha permitido la influencia poética del El jardín perfumado, el tratado erótico del tunecino al-Nefzawi, un clásico universal de la literatura erótica en sintonía con los tratados no menos clásicos y universales de la literatura hindú.

Ilustración del Jardín Perfumado. Al-Nefzawi.

La materia escultórica de Leopoldo Emperador, su universo de formas elocuentes y sugeridoras, no podía sino avanzar por este camino, cuando se observa con detenimiento los giros formales que imprime a las piezas, las volutas, arabescos y contorneos que exhiben. Por ello, una vez más, el trabajo de Emperador tiene el valor de un atrevimiento nada insustancial. En primer lugar, trabajar la escultura. Y enseguida, o al mismo tiempo, dotarla de sensualidad, que es como decir que le insufla vida a la materia, derroche incluso, estremecimiento y entusiasmo.

Huriyah en el jardín perfumado. 2007. Aguafuerte y aguatinta sobre papel. Edición 25 ejemplares.

Si se mira sin las vendas ni los dictados de la rancia modernidad que petrifica la escultura contemporánea, tal vez se pueda apreciar con mayor precisión el atrevimiento de Leopoldo Emperador, el riesgo vital que ha asumido la tarea constante y solitaria de su trayectoria, el entusiasmo que parece proscrito de la masa informe y obediente de buena parte del arte de hoy.

José Carlos Cataño
Barcelona. Junio 2007

La danza de Anitra en el Jardín Perfumado

Christian Perazzone

Tal vez, Leopoldo Emperador sería el último escultor orientalista del siglo XXI, si no estuviéramos, todavía, en época postmoderna. No es que quiera decir, con eso, que estamos ante un artista objetivamente postmoderno, sino que, bebiendo en la fuente visual del Oriente, en el rico bagaje de la historia y, entre otros, de una inspiración romanesca, Leopoldo sabe usar todos los “neos” -neo-romántico, neo orientalista, neo-expresionista, neo cubista, neo- dibujo en el aire, etc.- como elementos formales que le permitan desarrollar una escultura de calidad. El afán de libertad que caracteriza a este artista, tanto en su técnica de excepción como en los modelos de inspiración donde enriquece su proceso creador, no le encierra en una práctica agotada, sino que le posiciona como continuador de la gran tradición de la exploración formal de la escultura de hierro que se ha desarrollado desde la aparición de ese nuevo material en la escultura, con el comienzo del siglo XX.

Bain Turc, Jean Auguste Dominique Ingres (1862)


De presencia muy reciente, el hierro ha permitido la transformación rotunda de los conceptos anteriormente utilizados en la escultura. Pasando a ser un trabajo exclusivamente de bulto con la utilización de materiales nobles como la madera, la piedra, el mármol (que tuvo un estatuto separado de la piedra), además de las fundiciones del bronce y de otras aleaciones a partir de un molde original de escayola, el trabajo del hierro ha permitido hacer progresar el oficio del escultor a través de la forja, el moldeado del material incandescente, además de amasar, cortar, cincelar, vaciar, soldar, atornillar, comprimir, estirar, gravar, y un largo etc., para obtener así un sinfín de formas gráciles, de planos rotundos, de fisuras controladas que han transformado por completo las concepciones de la escultura.

El Hefaistos griego, Vulcano romano, inventor de las artes metalúrgicas, dios del fuego, usó el hierro y los metales como el oro, para confeccionar las joyas de Tetis en agradecimiento, el trono mágico de Hera, su madre, las armas de Aquiles y las cadenas de Prometeo. Thor es el dios del rayo y del trueno, y una de las divinidades principales de la mitología nórdica, de quien se temen sus martillazos sobre el yunque. Su martillo no sólo traía la lluvia, sino que también era un arma importante en la lucha contra las fuerzas peligrosas, le daba un poder casi ilimitado. En la gran África, el hierro detiene un espacio importante en la artesanía aunque se haya desarrollado ampliamente la escultura de madera. Para los Yorubas africanos, Ogun o Gún, descubrió el misterio de Irin (Hierro), y se hizo conocer como el espíritu del metal. También, como díos de la guerra, es la divinidad más poderosa del panteón de la religión anímica. Frente a este patrimonio mitológico, el resultado de las obras de arte forjadas en hierro no es siempre austero como se podría pensar a la vista de la rudeza del material. Si reconocemos la fuerza del yunque en las esculturas de Martín Chirino, no la hay en el trabajo realizado con pinzas de un Domela o de un Bochner, observamos que ahí se enfrenta la fuerza de Vulcano y la precisión del relojero. A partir de los inicios del siglo XX y del uso del hierro, los artistas van a usar los materiales por sus características, por su peso, su rigidez, su masa o desafiando a ese peso, esa rigidez, esa masa. Hizo falta mucho tiempo para adiestrar el hierro, aprender a fundirlo y reafinar el mineral. Más tarde llegarán las aleaciones, la aparición de técnicas de ensamblaje, los remaches, soldaduras autógenas o con arco, pegamentos potentes que han permitido el fabuloso desarrollo de la escultura del siglo pasado.

Femmes d’Alger, Eugène Delacroix (1834)

Las esculturas de Leopoldo Emperador son hermanas de una tradición de la forja artística. Aunque en sus dimensiones monumentales, el artista utilice la fundición en bronce, siempre inicia su trabajo creador en su taller con el fuego, el yunque y los martillazos sobre el hierro incandescente. Leopoldo sabe demostrar el carácter constante, indisoluble, irreducible del acuerdo que existe entre la forma y la materia. Cada materia, o cada material, detiene una cierta “vocación” formal por su consistencia, su matiz y su estructura. Siendo material, las materias son, también, formas que desarrollan, limitan y llaman a la “vida de las formas” del arte. Los escultores lo saben cuando eligen tal o cual material para sus obras. Escogen el material para su trabajo porque éste ofrece una facilidad en el tratamiento, o porque se presta para la investigación de un procedimiento específico o simplemente porque responde a las exigencias artísticas. Guillermo García-Alcalde no está lejos de la realidad íntima de Leopoldo cuando escribe en el catálogo de la última gran exposición del escultor en el Centro de La Regenta, organizada por el Gobierno de Canarias, “el proceso hace indispensable el perfeccionamiento del material, la pulida piel que indiferencia las culturas particulares y convierte volumen y dinámica en pensamiento”. El trabajo escultórico de Leopoldo se sitúa aquí donde las claves expresivas de espacio, de volumen, de tiempo y de luz se juntan, para que la forma no actúe como principio superior modelando una masa pasiva. Entonces, a la manera de André Focillon, gran historiador del arte del Colegio de Francia, podemos considerar que la materia impone su forma a la representación. Así pues, no se trata de materia y de forma en sí misma, sino de materias, en plural, numerosas, complejas, cambiantes poseyendo un aspecto, un peso, tributo de la naturaleza.
Material, es también el recorrido intelectual que define el artista en el momento de iniciar el proceso creativo. En eso, Leopoldo Emperador no tiene otro remedio que seguir la tradición conceptual que fue su camino artístico durante los años 80. Cuando decide contestar al concurso de esculturas, organizado por la empresa constructora Selvaag, como homenaje para el centenario de la desaparición del escritor noruego, Henrick Ibsen, Leopoldo Emperador inicia la elaboración mental de un diagrama, especie de voz sosegada, que establece un código de elaboración del trabajo a realizar. Claro que las bases del concurso internacional, en el cual participó Leopoldo, y que ganó en octubre de 2005, han sido y siguen siendo muy estrictas. Imagínese un constructor que, para ornamentar el parque de una nueva urbanización, la urbanización Løren concretamente, decide que va acompañar dicho parque de un museo de esculturas al aire libre para el ornamento. Pero no contento de esa idea, ya en sí increíble para nuestra sociedad del ladrillo fácil, decide ese constructor que cada escultura representará, no un capítulo del poema épico de Ibsen titulada Peer Gynt, sino cada escena de la obra de teatro. Para ello, lanza un gran concurso internacional para la creación de un patrimonio artístico concreto, de calidad y excepcional. Y ahora, propongo para el público de Las Palmas de Gran Canaria que se imagine, solo por un momento, que un constructor local, llamado X o Y, no importa poco el nombre, en el momento de la elaboración de una nueva urbanización, como 7 Palmas o la Minilla, se plantease, la ilustración escultórica de una obra de Benito Pérez Galdos, coetáneo del escritor noruego, por ejemplo. Previamente, tendría que haber previsto amplias zonas verdes, parques, plazas para el disfrute de los peatones, juegos para los niños, jardines; y no solo calles, aparcamientos y supermercados y mucho cemento que es lo que necesita el público canario que ya tiene bastante con las playas y el buen clima como para perder el tiempo en echar un vistazo a unas esculturas.

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“12 consideraciones para el diseño de un espacio” (Oekoumene, 1987), “un trabajo multimedia a partir de objetos encontrados propone una metáfora sobre la ruina de la relación naturaleza-cultura en el mundo actual” (Hacia el paisaje, 1988), “La idea que motivó esta propuesta vino dada por…” (Atlantic Junction, 1994), “I have chosen this parallelism between Ibsen and Delacroix’s Works, in order to expose my sculpture project for the Peer Gynt contest.” (Peer Gynt Konkurransen, 2006). En cada momento importante de su obra o, al menos, en cada proyecto clave de su trayectoria artística, Leopoldo ha sentido la necesidad de transcribir el proceso intelectual que sustenta la plasmación plástica de una escultura o de una instalación. El artista precisa pasar por la literatura, pasar al plano lineal de la escritura, para fijar la codificación de un espacio visual plástico. “Cuando el yunque se calló, la fragua la enfriaron”, nos dice el poeta, José Antonio Otero, […] “quedaba la hermosa, sencilla historia de seres humanos contándose sus cuentos”. Y sus cuentos son en términos de “reflejo de un espacio físico, medible y deseable”, en lugar de “metáfora de los valores estéticos de base”, de imágenes referentes, de un cierto exotismo, de la presencia alejada en el “deslizamiento de significados”. Todo ello para llegar a una “implicación íntima entre, digamos, tres sujetos (nos dice el artista): el espacio, la escultura y el artista. Una forma que sintetizase en sí una forma singular y diferente”.

Cuatro personajes, constituyen las bases de la reflexión de Leopoldo para abordar la escultura, que fue sujeto de su participación en el concurso de ideas de Selvaag de que, en un segundo momento, dio pie a una maqueta en hierro forjado antes de ser adjudicada y fundida en tamaño monumental. Estos cuatro personajes son Henrick Ibsen, Edvarg Grieg, Eugène Delacroix y Jean-Baptiste Ingres. Del primero, el autor homenajeado de la obra Peer Gynt, Leopoldo elige un corto fragmento de la obra, La Danza de Anitra, que se encuentra en el sexto cuadro del IV acto del drama. Esa elección muy particular, ha sido originada por el entusiasmo que Leopoldo había sentido anteriormente al descubrir el manual árabe del Jardín Perfumado, similar en erotismo al Kamasutra indio. El poema épico Peer Gynt narra, en términos alegóricos, las aventuras de un personaje encantador aunque oportunista y lunático, lo que permite a Ibsen hacer un ataque a la hipocresía, al elogio del individualismo y al carácter vano de la existencia. Peer, mito nacional en noruega, es un joven que no cree en nada ni en nadie, que se deja llevar por sus instintos egoístas y siempre huye de los problemas. Un buen día comienza a viajar por el mundo, donde le ocurren múltiples aventuras. En una de ellas, Peer se encuentra en compañía de un jeque árabe, en la costa oeste de Marruecos, que le invita en su Jaima para disfrutar del baile de su hija más bella. ¿Qué es la belleza?, se pregunta Peer. Y se contesta: “Puro convencionalismo; una moneda cuyo valor cambia según el lugar y la ocasión”.

El extracto de La danza de Anitra, del compositor noruego, Edvarg Grieg, también nórdico, retoma una atmósfera musical de magia y de exotismo a tempo de mazurca para representar el baile frenético de la seductora delante de la mirada juzgadora del joven Peer. Leopoldo recuerda que durante su infancia, esa música, que sus padres escuchaban, ya le fascinaba. La música va fluctuando al ritmo de los encantos de Anitra y de la perplejidad de Peer que se rinde ante el embrujo de la bailarina. La música para este acto sugiere perfectamente las noches árabes y la belleza de Anitra que se zarandea, volteando para seducir al joven desgraciado.

En lo que corresponde a las referencias visuales, de Delacroix e Ingres, como lo expresa el propio Leopoldo en el proyecto del concurso, se justifica por la cercanía geográfica entre la costa oeste de Marruecos, donde se desarrolla la escena de Danza de Anitra de Ibsen, y las Islas Canarias. Los artistas franceses del siglo XIX, siguiendo la tradición romántica de la eterna búsqueda de un mundo diferente, están en el origen de la visualización del Oriente, antes de que la fotografía y el cine tomen el relevo, el siglo siguiente. Los temas desarrollados en las obras de los artistas orientalistas, como Femmes d’Alger, de Delacroix (1834) o Le Bain Turc de Ingres (1862), son mujeres, bañadas en atmósferas de colores cálidos, de las cuales la desnudez o la actitud lasciva parecía chocante para la burguesía reprimida del siglo XIX. Aún así, se aceptan estas representaciones tratándose de evocaciones de lugares lejanos donde las costumbres y mentalidades son diferentes; además, las prácticas, como la esclavitud, el baño público y la poligamia se observan con extrañeza y con mezcla de fascinación y repulsión.

Si Ingres nunca viajó hacia el lejano oriente y mantuvo una tradición académica con la incorporación de una iconografía exótica recogida de la literatura y de ilustraciones, Delacroix, al contrario, realizó una expedición en el norte de África en compañía del nuevo Embajador de Francia en la zona, en 1832. En el Magreb argelino, el pintor se dejó impresionar por la riqueza de los colores, los perfumes, las costumbres y la vestimenta de las mujeres, recogiendo notas y dibujos para usarlos a su vuelta en la metrópolis. A partir de ese viaje, Delacroix desarrolla una rica pintura de inspiración oriental a lo largo de todo el resto de su vida, entresacando temas para su amplia colección de bocetos e ilustraciones. Las escenas y los personajes, liberados del marco clásico, han ejercido una profunda influencia sobre la percepción, hasta nuestros días, de un Oriente idealizado. El Instituto del Mundo Árabe de París ha presentado, durante el invierno de 2004, la exposición titulada De Delacroix à Renoir, l’Algerie des peintres que ha permitido al público disfrutar de una selección de pinturas del movimiento orientalista, tanto de inspiración propagandista como antropológica, donde se pudo admirar Les femmes d’Alger. Fue además la ocasión de admirar obras de Renoir fechadas de los años 1882 que nunca se habían expuesto antes en Francia. Esta exposición y su estudio paralelo publicado en el catálogo de la muestra, han renovado y aclarado los conocimientos sobre el desarrollo del movimiento orientalista muy ligado a la política colonial de Francia en el norte de África. De aquí que la referencia a Oriente, a las odaliscas, el harem, el libro del erotismo oriental, hayan constituido una referencia visual para Leopoldo Emperador y haya sido inspiradora de su trabajo de concepción tanto de la escultura sobre el tema de la Danza de Anitra, como de la estupenda serie de estampas propuestas como variaciones sobre el Jardín perfumado que presenta en esta exposición acompañando y corroborando ese tema.

Pero aquí se inicia el dilema de la limitación expresiva que delimitan universos artísticos diferentes. El artista sé ve confrontado en representar un mismo episodio como es La danza de Anitra desde una obra de tratamiento poético hasta una obra de resolución escultórica. Lo que no es exactamente el caso del Jardín perfumado que incluye en su publicación ilustraciones siempre de gran calidad expresiva, y cómo el artista es capaz de transcribir con formas un cuento hecho de palabras. La dificultad se centra en el carácter espacial de las artes plásticas y el temporal de las artes literarias; y la dificultad para el artista visual de transcribir, a través de la forma inmuta, una acción que tiene su desarrollo en el tiempo textual de una escena. Es una cuestión que ha permitido la elaboración, desde el siglo XVI, del sistema moderno de las artes, de su diferenciación y que discurre a través de una comparación y aproximación entre la literatura y las artes plásticas. Testigo de una transición cultural, Leonardo da Vinci escribe, en su Tratado de pintura, que la pintura es poesía muda y la poesía es pintura ciega. Esa adscripción a la mímesis de la Grecia antigua de tradición humanista, ya atribuida a Simónides de Ceas, revela una sensibilidad que pronto, después de la desaparición de Leonardo, llegó a su fin. Con Vasari, en la Florencia de 1563, pintores, escultores y arquitectos se reúnen dentro de una Academia de Disegno, siguiendo el ejemplo de las Academias literarias donde, además de congregarse en gremio, han suplantado la Bottega, como centro tradicional de formación de los futuros artistas. Hubo que esperar el siglo XVII para que Lessing estableciera definitivamente la diferenciación entre las Bellas Artes y la Literatura. Demuestra que las dos artes divergen tanto en su objeto como en su modo de imitación de la naturaleza. Las artes visuales utilizan medios o signos yuxtapuestos como son los colores y las figuras en la pintura y las formas redondas y la luz en la escultura, cuando los signos o medios de la literatura son sucesivos en el tiempo de escritura y de lectura. Las imágenes interpretadas por las palabras se van sucediendo en el tiempo, al contrario de las formas que se revelan en el espacio.
El siglo XX ha terminado con esa disputa introduciendo la noción del espacio-tiempo en las obras visuales. Desde que Leopoldo Emperador dejó las instalaciones conceptuales y decidió dedicarse de pleno a la escultura, su imaginario flota entre el realismo y la abstracción. A través de simplificaciones formales trata una desmaterialización de las figuras que le permite justamente la introducción de efecto temporal en su realización. En la parte izquierda del famoso Baño Turco de Ingres, una muchacha, los brazos levantados, baila para sus compañeras de abluciones. Ingres que nunca viajó a Oriente, copia pasaje de las Cartas de Oriente de Lady Mary Montagu, tituladas Descripción de baño de mujeres de Andrípole para componer su cuadro. Leopoldo va retorciendo la figura de la joven Anitra, acentuando las líneas curvas. Deforma la figura, la desfigura en el sentido que altera la verdadera circunstancia de sus contornos sinuosos con el fin de crear una situación determinada. El personaje genera de esta manera su propio espacio en el tiempo de la danza y de su conversación con el protagonista Peer. Así, al mismo tiempo que la escultura se desarrolla en la duración, una extensión de lo real se intuye. Las formas llenas de la misma manera que las formas vacías, captan la luz, para corroborar el ritmo frenético de la mazurca de Greig. La manera de tratar la figura humana en movimiento u otros elementos de la escena incluida su música, por más abstracta que sea, estimulan nuestra curiosidad en término de reconocimiento y parecer. La Danza de Anitra, que miramos y reconocemos, la vemos con una especie de familiaridad común. Pero existe un tiempo del reconocimiento y, en segundo plano, un tiempo de la toma de consciencia del no reconocimiento, una parte de desconocimiento. Son objetos, fragmentos de torso de la joven, líneas rápidas realizadas en el espacio, formas en definitiva que no dan la impresión de conocer todos los detalles: la cabeza, las caderas, el velo, etc., de haber agotado todas las posibilidades de reconocimiento.

“El cuerpo (de la mujer del Origen del Mundo, cuadro de Gustave Courbet) es donde reside y se desarrolla nuestra inteligencia y por ella es por la que, mientras vivimos, y en tanto
en cuanto experimentamos la vida, nos hacemos con una imagen del mundo que toma forma subjetiva” explica Leopoldo Emperador. La Danza de Anitra que se presenta en Las Palmas de Gran Canaria, la Otomana, otra escultura de grandes dimensiones que ya se ha enseñado en la muestra de La Regenta, además de la serie de estampas al aguafuerte, aguatinta y buril, son maneras de hacerse con “una imagen del mundo”. Sentado a la sombra del Sicómoro y entablar una conversación con Sócrates e Hipócrates, seguir charlando con los dos poetas, Joyce y Otero, cruzando el puente Ha’ penny de Dublín, pasear bajo los tilos en el legendario Berlín o sorprender a Huriyah, la libertad y gozar de la vida.

Anitra: Sí; pero ¿de veras eres profetas?
Peer: ¡Soy tu emperador!

Christian Perazzone

Anitra’s Dance

La Danza de Anitra

Un proyecto de Leopoldo Emperador

La idea inicial de este proyecto surgió a raíz del concurso internacional Peer Gynt.

Peer Gynt

En su poema dramático “Peer Gynt” (1867), Ibsen trata simbólicamente el problema de lo esencial o vanidad de la vida. Peer Gynt fue una persona real que vivió sobre 1800 y cuyo nombre aún es recordado por los campesinos de Gudbrandsdalen, aunque parece que se conoce poco de sus auténticos logros. Ibsen se basa en el personaje de Aese, madre de Peer, en su propia madre. Escribió lejos entre Sorrento e Ischia, Ibsen pensó en su picardía de un héroe como envolvimiento del temperamento Noruego, el cual es una sátira, aunque constantemente clamaba que su obra era más fantástica que sátira.

Eugene Delacroix (1798-1863), contemporáneo de Henrick Ibsen, refleja en la mayoría de sus trabajos una representación de escenas remotas, lejos de los eventos de su época y realidad.
Ambos, IbsenDelacroix, son seguidores del posromanticismo o romanticismo tardío, un romanticismo que reniega de las cosas ordinarias de la vida del día a día, un romanticismo que selecciona los temas, y un romanticismo de acción incesante.

En 1832, Delacroix, pasa seis meses en Marruecos, y su conocimiento sobre la vida africana, aparece en sus trabajos posteriores, como su recurso principal de sus dibujos. Las escenas de la vida africana ofrecen a Delacroix nuevo material para sus fantasías cromáticas.

Por tanto, también para Ibsen, esta incursión de viajes a lugares exóticos, le permiten tomar una cierta distancia de su realidad, para desarrollar sus fantasías.

Idea para la escultura

He escogido este paralelismo entre los trabajos de IbsenDelacroix, para exponer el proyecto de la escultura Anitra’s Dance para el concurso Peer Gynt. Me gustaría también hablar sobre la fascinación que me causó cuando escuché por primera vez La Danza de Anitra de Edvarg Grieg, la composición musical que Grieg compuso magníficamente en 1976.

Por otra parte, las Islas Canarias, donde resido, no están lejos de la costa oeste de Marruecos. Todas las descripciones que Ibsen lleva a cabo en el Cuarto Acto, cuando Peer Gynt se aloja en Marruecos, no son desconocidas para mi sensibilidad, porque el paraje canario está moldeado por una luz tropical voluptuosamente común, y es algo que permanece en mi memoria desde siempre.

Incluso a veces, como Peer Gynt, puedo ver a Anitra bailando a mi alrededor con una pequeña nube girando sobre sus pies empolvados.

El proyecto de la escultura está basado en el Cuarto Acto de Peer Gynt y titulado Anitra’s Dance. En la lectura del Cuarto Acto del dramático poema, “Peer Gynt” de Ibsen, en la composición musical de Grieg, en las referencias de las pinturas de Delacroix y en el desarrollo de mis propios trabajos desde 1990, esto es, una escultura que busca referencias en el movimiento de las vanguardias históricas y en la influencia del arte africano contemporáneo.

Materiales empleados

La escultura fue realizada en MAGISA, fundición localizada en Madrid, que habitualmente magnifica mis obras desde hace años, estando realmente satisfecho del trabajo logrado.

La escultura final se realizó en fundición de bronce con una altura de 3000 milímetros con una calidad bronce de 85/5. El trabajo se realizó en 3 meses.

Escultura ganadora del concurso internacional Peer Gynt 2005. Realizada en bronce. Altura de 3 metros. Colección Selvaag Grouppen Distrito L ren, Oslo. Noruega.

Artículo publicado La Provincia edición digital.



Localización de la escultura Anitra’s Dance en Oslo, Noruega.

La escultura de Leopoldo Emperador: Vacío interior y apertura espacial

José Corredor-Matheos

Algunos antecendentes

Frontera Sur era el título de una exposición de jóvenes canarios artistas, celebrada en 1987 en Barcelona, en la que vi, creo que por primera vez, obras de Leopoldo Emperador. Se trataba de pinturas en las que, partiendo de motivos muy concretos de la realidad figurada -una mesa con un plato y una taza de café, una luna, un triángulo con referencias menos precisas-, valoraba pictóricamente tanto los interiores de las formas como los fondos y daba intensidad al color y grosor al pigmento. Y era evidente en estas pinturas la expresión de un sentimiento plástico y anímico fuertes, que deseaba ser especialmente afirmado.

Además de la calidad de obras como las citadas, Leopoldo Emperador destacaba ya entonces con otras que, como hacían notar Carlos Díaz-Bertrana y Antonio Zaya, a partir de las tendencias alternativas, desarrollaba “un discurso coherente y riguroso, infrecuente en las islas donde, desde Juan Hidalgo se viene ensayando con desigual fortuna una aproximación a los lenguajes radicales que el arte de hoy nos ofrece” (1).

Esta actuación pionera la había puesto de relieve Fernando Castro en 1982 al afirmar que “La relación entre la tecnología y el arte sólo ha sido abordada por Leopoldo Emperador con sus neones, trabajados primero como estructuras primarias (1979) y después (1981) dentro de un espíritu ecléctico” (2). Recordemos que su primera exposición individual, en la Casa de Colón de las Palmas, del temprano 1976, consistía en una “Instalación-ambiente”; que en 1981 presentaba en Santa Cruz de Tenerife unas “Electrografías”, y que, al año siguiente, expondría en el espacio alternativo de Barcelona más radical, la galería Metrónom. Y muestra de esta inquietud y dedicación era también una de las citadas obras de Frontera Sur, la titulada Lo que nos quedó de la noche (1986), que, aunque básicamente pictórica, incluia un tubo de neón, que hacía crecer con su luz artificial una luna decreciente.

Esta suerte de constante transgresión de la forma y la apertura espacial la advertimos también en la pintura. Sus cuadros no son convencionales, ni siquiera por el solo hecho de ser abstractos. Recordemos los que presentó en la memorable exposición El Museo Imaginado, de 1991-1992. Uno de los cuadros venía a abrirlo interiormente e insertaba, sobre un fondo en parte pintado, además de un tubo de neón, piedras apiladas como para levantar un muro, una piel reconocible como de un animal, algo que parece un pañuelo o una corbata y plumas. Otro cuadro era triangular y estaba pintado dividiendo geométricamente también el espacio.
A pesar de la intensidad con que se dedica desde hace años a la escultura no puede decirse que haya abandonado la pintura. En el 2000, una exposición celebrada en Arrecife, junto a buen número de esculturas incluia varias obras en técnica mixta sobre papel, de gran interés. Hemos de subrayar, sin embargo, que la atención de este artista parece haberse centrado principalmente en la escultura. Y esta vertiente de su arte es el objeto de la exposición que he de comentar.

Cuadros de una exposición

Se trata de obras realizadas entre 1990 y 2000, las cuales, aunque revelen una evolución, forman un conjunto con verdadera unidad. No cabe duda de que su escultura se ha beneficiado de las diversas experiencias recogidas en diversos campos. Sería interesante entrar a fondo en cuáles son los rasgos que le confieren esa unidad. Uno es, sin duda, la libertad expresiva. Otro, el carácter onírico, la manera como se entremezclan elementos y ambientes como los que vemos en sus pinturas, y que hace tan sorprendentes y a la vez próximas, familiares diría, sus figuras en tres dimensiones. Otro, el progresivo adelgazamiento de las formas, su desmaterialización.
Esta desmaterialización la comparte con la parte más abierta y renovadora de la escultura contemporánea, en la línea iniciada con Rodin y acelerada tras la introducción del hierro por González. En el extremo de esta progresiva desmaterialización, en el arte en general, se hallan las diferentes experiencias del movimiento conceptual y tendencias afines. Los neones, que tanto empleó en sus espacios Leopoldo Emperador en los años setenta, fruto de esta estilización formal, “horadan -según hizo notar Nuria González Gili- los vacíos espaciales o la fisicidad de la horizontal placa de vidrio (…) retomando, al mismo tiempo, los referentes naturales y artificiales (ramas, frutas, plantas y otros varios, como hilo, pintura acrílica, acero” (3).

Considerada así globalmente, la obra de este artista viene a ser ejemplo de un arte, no sólo en transformación, sino también resultado de sentir la perplejidad de tener ante sí prácticamente infinitos caminos y con la conciencia de disponer de un rico bagaje del pasado que no se quiere abandonar. Esta conciencia es el fruto más valioso de lo que se ha conocido por posmodernidad, que, por lo demás, se ha comportado como una nueva manifestación de la modernidad misma. No es que quiera decir que Leopoldo Emperador es concretamente posmoderno: su necesidad de libertad no le ata a tendencia alguna, aunque sepa extraer provecho de lo que adivine que va a alentar y enriquecer su acción creadora. Signo de esa libertad es utilizar en cierta obras el neón o realizar otro tipo de exploraciones espaciales y, por otra parte, un tipo de escultura en acero o bronce que continúa la gran tradición de la desarrollada a lo largo del siglo XX y que ha dado tan extraordinarios resultados.

Esta actividad en tres dimensiones la ha llevado a cabo, no sólo en obras monumentales -en las cuales, el acero y el bronce parecen de los materiales más adecuados para resistir las diversas inclemencias a que pueden estar sometidos en espacios públicos-, sino también para esculturas de menor tamaño destinadas a ser instaladas en espacios interiores. Añadiré que, aunque tenga plena capacidad para dotar de interés y calidad a esas obras pequeñas y medianas, propias del coleccionismo privado, su plástica, por su inclinación al desarrollo espacial, encierra siempre posibilidades para su ampliación a grandes tamaños.

No ha de sorprendernos, por lo tanto, que, inversamente, la contemplación de monumentos como los instalados en los útimos años en Arrecife de Lanzarote -me refiero a El sueño del Milenio, Lectura en el jardín perfumado y Mujer portando un objeto minimalista- nos haga pensar en que estas esculturas mantendrían su fuerza y su sentido a un tamaño considerablemente menor. Tenemos en esta exposición el ejemplo de El sueño del milenio (1999), que, a pesar de haber sido ampliado con éxito a 2’5 metros para monumento, mantiene en pequeño formato toda su sugestión y contundencia.

Un decenio de la escultura de Leopoldo Emperador

Diez, once años, constituyen un periodo largo para un artista en plena madurez y desarrollo. Parece lógico, dado el tiempo que lleva trabajando Emperador, que, por muchas transformaciones que muestre el trabajo de estos años, revele la existencia de un mundo propio, con sus leyes, y que el proceso que podamos observar sea coherente y unitario. De la primera obra en el tiempo de las presentadas en esta exposición, Mascarón de la Teodicea, de 1990, a la última, Hombre flor de loto, del 2000, podemos descubrir con facilidad que se tratan de emperadores. Mascarón de la Teodicea produce frontalmente sensación de forma compacta, cuando en realidad está vaciada interiormente. Hombre flor de loto, por el contrario, se diría que es un dibujo en el aire.

La situación de ambas esculturas en el proceso de desmaterialización es semejante, aunque en apariencia opuesto. Se ha abierto y vaciado el interior del bloque, sólo que en la primera de estas obras se mantiene cierta primera sensación de forma compacta, y en la segunda aire y forma-materia se interpenetran. Entre uno y otro extremo, el primer ejemplo de 1990 y el de 2000, se ha seguido un proceso de aligeramiento de la materia que ha adelgazado la forma.

El carácter onírico, otro de los rasgos que podemos destacar, ha cambiado de signo o, simplemente, acaba de aparecer, porque, en las obras de 1990 a 1995 que podemos ver aquí, los objetos son reales y se presentan directamente, en asociaciones inusitadas. Son los casos de Na-àNIMI 5 (1992) y las obras de 1993 Landscape, Fiesta, Jill Looking y Jill Dancing, entre otras. Se trata, efectivamente, de un realismo nuevo, en el que los seres y objetos del mundo coditidiano no son imitados sino evocados y transfigurados por medio de elementos de la realidad misma.

Hace tiempo que la relación realidad-arte ha dejado de ser una dicotomía, para volver a ser lo que era antes del Renacimiento: una interpretación de la realidad que no pretende exactamente representarla, sino, todo lo más, evocarla o dar una imagen de ella vista con profundidad desde un nuevo ángulo. Realidad y arte se relacionan estrechamente, desvaneciéndose el hiato que los separaba. Se aspira, como en un lejano pasado, a que sean algo fundido, inseparable.

Otra vertiente del arte de esa primera parte del periodo está representada por unas esculturas que, por su verticalidad y esencialidad, nos recuerdan los tótems de culturas mal llamadas primitivas. Pienso, sobre todo, en Na-àNIMI III. Se trata de una atracción que recorre el arte a lo largo del siglo XX: pisar el futuro volviendo la vista de vez en cuando a un pasado lejano: el de muy antiguas culturas, concretamente aquellas cuyos objetos creados para funciones rituales, religiosas o mágicas, o ambas a la vez, adelantaban, por su esencialidad y su capacidad de sugerencia, la modernidad radical de ciertas vanguardias. Algo que, junto a otros rasgos, nos induce a creer que, las vanguardias, a niveles subconscientes, no se proponían producir un corte en la historia del arte e inaugurar una nueva era, sino llevar el arte renacentista a sus últimas consecuencias disolutivas y enlazar de algún modo con maneras más antiguas de entender el arte, en que éste tenía sitio en el centro mismo de la sociedad y contribuía de manera decisiva a su configuración.

En este periodo de 1990 a 2000, enmarcado por esta exposición, hay una fase intermedia, antes del punto de máxima desmaterialización, en que las formas no nos recuerdan elementos reales, a no ser que éstos pierdan su carácter en parte autónomo y se integren, físicamente, en el conjunto, como en algunas realizaciones de la serie Na-àNIMI / Arucas, de 1995: la I II, III y IV. Curiosamente, estas esculturas se enraízan plenamente en la tradición escultórica moderna y, a un tiempo, en otra que, con ecos de una plástica autóctona, se ha practicado en Canarias. Y esto me parece especialmente interesante: que la modernidad actualice una tradición y una sensibilidad propias.
Caso aparte es el extraordinario monumento titulado Atlantic Junction I (1994), del que se presenta en la exposición una versión de pequeño tamaño. Aquí, la materia es reducida a las líneas de fuerza que marcan unas superficies y unas formas que han sido vaciadas. Esquematismo, pero para que materia y espacio, como vamos viendo, se interpenetren. Esta obra, en su versión grande marca las enormes posibilidades expresivas y monumentales de Leopoldo Emperador y también de su capacidad creativa.

La desmaterialización en algún caso es tan sólo apuntada. El beso (1997) es también un caso aparte, por más de una razón: por su carácter figurativo (es una cabeza de mujer, de rasgos orientales) y por volver básicamente al bloque cerrado. Sin embargo, la segmentación de la parte posterior de la cabeza sugiere ya un paso a la fragmentación. Relacionada con El beso es Mujer con un solo pensamiento (1997 también). Tiene rasgos semejantes, pero la distingue de la mujer de El beso que no tiene inclinada la cabeza y que esa especie de peineta es mucho más larga. Del mismo año son esculturas que se adentran al adelgazamiento material y la correlativa desmaterialización que seguirá ininterrumpidamente -al menos, en lo que toca a la producción presente en la exposición- hasta 2000.

La evocación de la figura humana

Todas estas obras son evocadoras de la figura humana, evidentemente muy abstracta. Hay, en estas obras, humor. De manera especialmentre clara en la figura del Escultor (1997). Un humor que está también presente, quizá, en obras anteriores, en todo caso más soterrado. Son, éstas, esculturas oníricas. Hablar de surrealismo puede prestarse a confusiones, pero podríamos hacerlo si entendemos que el surrealismo ha dado una libertad expresiva al arte, fruto de una liberación de impulsos interiores, que sólo se había dado muy ocasionalmente en artistas que el propio grupo de Breton se encargó de reivindicar como predecesores. Porque, en verdad, el surrealismo es un caso aparte en el desarrollo de la vanguardia, e incluso podríamos decir que no forma parte de su núcleo, que precisamente buscaba revelar las estructuras últimas con la razón como factor fundamental, y en algunos casos el único. El surrealismo ha venido a ser la manifestación de una constante histórica, inclinada a la vision interior en la que la razón no cumplía el papel esencial que ha tenido el arte desde el Renacimiento. En este sentido, el ámbito que trataba de desvelar el surrealismo sigue abierto, en todo caso más abierto, en Occidente, que antes de la aparición de De Chirico, el dadaísmo y el surrealismo.

Leopoldo Emperador retuerce la figura humana, la desfigura, y crea situaciones – porque se diría que los personajes generan un espacio que es, al mismo tiempo, un espacio de algún modo real- que parecen una crítica burlona y en el fondo comprensiva y tierna del mundo real. Las formas son como trazos rápidos realizados en el espacio. Un zig-zag basta para dar cuerpo a una cabeza en El sueño del milenio. Esta cabeza procede acaso, en simplificación formal de la que hemos visto en El beso y Mujer con un solo pensamiento, y una versión intermedia puede ser la cabeza, también femenina, de Tourne-Bouchonne, la femme (1998). Una obra del mismo año, Mujer con tocado en espiral (1998), consiste en una espiral, que sugiere la cabeza, que tiene el antecedente de El Beso, con una suerte de cuerpo a modo de pie. Además de estas cabezas encontramos figuras enteras y reducciones muy esquemáticas que crean una situación. Entre las primeras están: el Escultor y Mujer portando un objeto minimalista, ya citados, y Memoria del equilibrio(1998), una de las mejores muestras de humor, realmente divertida.

Varias esculturas de 1999 recogen figuras de personajes genéricos o en situaciones reales. Uno de ellos tiene carácter de retrato: el titulado Homenaje a Rostropovich, en que el famoso músico está evocado con una curva de marcado ritmo ascendente. Las figuras que hacen referencia a ciertos tipos de pesonas reales están vistos de manera esquemática y acusado humor. El más abstracto, y también más genérico, es Bañista, figura yacente en la cual el escultor se aparta, ocasionalmente, de la línea de la apertura del bloque, acercándose a la opuesta de la forma cerrada, que se inició, de acuerdo con el planteamiento de Werner Hofmann, por Maillol y fue continuada, entre otros, por Arp y Moore.

Mi amigo el poeta, en actitud contemplativa, insiste en el humor y uno creería adivinar a tal o cual personaje real. Más genérico, y de un expresionismo acusado es Bebedor de cerveza (autorretrato). Es ésta una de las esculturas más logradas, más felices, de este periodo, y viene a constatar la capacidad de este artista para adentrarse en distintos campos y vertientes del arte. Y lo importante es que el conjunto alcanza a tener unas características que lo identifican como de este creador.
Siguiendo con las esculturas de 1999 encontramos dos que crean una situación y un ambiente: Perplejidad y Otomana. La primera está formada por una figura de mujer con un cochecito que se supone de niño. La postura de la mujer es curiosa, curvándose hacia atrás, sin duda para ver al niño, con la entregada atención de la madre. Es muestra también del dinamismo de muchas obras de este artista, con la sensación a menudo, como en este caso, de que el personaje ha sido sorprendido en el curso de una acción.

En Otomana, en cambio, se supone que la figura adopta una actitud de reposo, aunque el nervioso recorrido de la metálica barra nos haga pensar que esté en movimiento. Si en Perplejidad, las figuras de la mujer y del cochecito reflejan fiel, aunque sucintamente la realidad, en Otomana, las formas están simplificadas al mínimo, como si se tratara de un dibujo de línea y dos manchas.
Realismo y/o abstracción Real es también, y asimismo muy abstracta, la escena que vemos en Y para beber, de 1999. Una botella, con su tapón, acaso con una mano que la ase, y un vaso. Un volumen, descarnado pero, aunque heterodoxamente, fiel a la realidad, como tal volumen, vaciado de materia. Esto puede hacernos pensar que el proceso seguido en esta última década ha sido tanto de simplificación y desmaterialización como, me atrevo a pensar, de mayor realismo, que puede expresarse de maneras muy distintas. Por el hecho de que se trate de figuras humanas o de otro tipo, por más abstractas que sean, a través de la inclusión en ensamblaje o collage, de objetos tomados de la realidad. Ejemplo de ambas maneras, tenemos, en esta exposición, el Proyecto Escultura-Celosía, con la fachada pintada de un edificio y collage metálico.

Un realismo, como podemos ver, en general, muy abstracto, en el que se concilia lo que hace unas décadas parecía irreconciliable, al olvidarse que el arte había sido siempre, con anterioridad al siglo XX, ambas cosas a la vez. De ahí este doble carácter del dibujo en el aire que, como decía al principio, parece tener el mismo Hombre flor de loto, ya de 2000, que cierra el periodo recogido en la exposición.

La sensación de realidad se mantiene de un modo u otro, al igual que, muchas veces, la de volumen, aunque de éste sólo exista ya su apariencia. Como en el vacío creado por las vueltas y vueltas de las barras, y las franjas de metal que lo envuelven, en Hombre flor de loto, la obra que cierra este recorrido. El de una década en que Leopoldo Emperador ha dado muestras de nuevo de su libertad expresiva, de su fidelidad a unos principios y preocupaciones esenciales y de su creatividad.

José Corredor-Matheos.

NOTAS
1-Carlos Díaz-Bertrana, Antonio Zaya: Frontera Sur. Una selección de artistas canarios, Cabildo Insular de Gran Canaria (Las Palmas), 1987, pág. 11.
2-Fernando Castro: Las artes plásticas después de la guerra civil, en Lázaro Santana, Historia del arte en Canarias, Editora Regional Canaria, Las Palmas de Gran Canaria, 1982, pág. 311.
3-Nuria González Gili: Expresiones intermedia, en El Museo
Imaginado. Arte canario 1930-1990, Centro Atlántico de Arte Moderno, Las Palmas de Gran Canaria, 1991, pág. 104.

Un siglo después, el infinito

Guillermo García-Alcalde.
Portada catálogo Leopoldo Emperador. Esculturas 1990-2003. Obra última. La Regenta. 2003.

Si percibimos como forma la obra escultórica de Leopoldo Emperador y como formalista su lenguaje, no cuestionamos sus valores sino que los situamos en un espacio concomitante con el de otras formas y otros formalistas que le precedieron más o menos en un siglo. En una estética tan individuada como la del artista canario no es cómodo señalar huellas ni encadenar genes. Su herencia nunca podrá explicarse en términos epigonales, mucho menos miméticos, sino en puntos de fusión ideológica que pasan las barreras del tiempo, las escuelas, las vanguardias, los ismos y cualesquiera meridianos cronológicos en la evolución del arte. En otras palabras, las afinidades son electivas, no emuladoras; y las semejanzas derivan de reflexiones que unifican determinados extremos en un arco real-imaginario más abierto y dilatado que el de las generaciones.

En las últimas décadas propone Emperador intencionadas evocaciones de Brancusi. Más allá de lo obvio –y tópico en cierta medida– si aplicamos a ese paralelo una mirada ideológica intuiremos la idea de infinito que el artista canario, como el rumano, asimilan a lo inacabado, a lo potencial y, en cierto modo, al eterno retorno. Los treinta metros de acero de la la columna infinita que erigió Brancusi en Tirgu-Jiu, cuando pudo regresar a su patria, no pretenden una vana alegoría de la dimensión sino un pensamiento de lo que es suceso permanente; en palabras platónicas, “la indefinida multiplicidad de cada una de las cosas a las que se aplica la unidad”, una vez que los alfabetos estéticos alcanzan su unidad básica, celular y formante.

Al igual que Brancusi en su tiempo, Leopoldo Emperador conoció y estudió las culturas primitivas, especialmente las africanas, y devino de ello un impulso de síntesis manifestado como necesidad de simplificación formal. La inquietud intelectual de hallar las claves expresivas del espacio, el volumen y el movimiento, le hizo eliminar gradualmente las adherencias superfluas y purificar una estructura de representación que, inevitablemente, ambiciona el orden formal absoluto y el acento de la eternidad –o eterno retorno– de las formas estilizadas hasta tocar la abstracción o aventuradas más allá de la membrana abstracta. El proceso hace indispensable el perfeccionamiento del material, la pulida piel que indiferencia las culturas particulares y convierte volumen y dinámica en pensamiento. Es el umbral que da paso a lo general, al concepto universal, infinito y/o eterno (como se quiera)

Cada uno con su voz poderosamente individuada, podrían añadirse el Modigliani escultor, Henry Moore, Picasso, Lipchitz, Giacometti –más modernamente Gargallo y en la actualidad Chirino- – a las afinidades electivas de Emperador. En todos se dan las premisas de meditación en las culturas arcaicas, el correlato de los reinos de la Naturaleza, la simplificación y la pureza representativa que, por “regresión al infinito”, desaguan en el caudal del orden absoluto de las formas.

Lo más incitante es el misterio de la religación un siglo después: qué lo precipita, qué lo determina, qué factores lo explican y cómo manifiesta su fuerza generadora de lenguaje. Piezas de síntesis de Emperador como Perplejidad, Mujer portando un objeto minimalista u Hombre flor de loto se remiten a un criterio de forma casi tan antiguo como la escultura. Observando que un objeto tiene no sólo una figura patente y visible, sino también una figura latente e invisible, forjaron los griegos la noción de forma en tanto que figura interna solamente captable por la mente. Unas veces la llamaron idea y otras forma. Idea hiperestilizada podría ser la Otomana de Emperador, si prefiriésemos denominar formas a sus cabezas más o menos ovoides o a la Bañista que recuerda la Princesa X o la extremada ambición de pureza de La foca, piezas ambas de Brancusi. Pero es insuficiente, incorrecta, la asimilación de lo vacío y lo lleno a esos nombres no tan diferentes, porque el concepto de forma suma ambas dimensiones.

Si contemplamos estas esculturas desde el primado de la línea, veremos que los ritmos lineales religan superficie y profundidad, como en la escultura de Modigliani: línea sinuosa, placentera o atormentada por un ideal de belleza que alumbra resultados de la máxima intensidad expresiva. Este elemento crea una proximidad sensible y marca otra proximidad distante, perceptible tal vez solamente como sueño. La línea de Emperador participa en plenitud del dualismo visible/invisible de la forma.

La figura humana como referente central del escultor canario, y la fusión de lo animal, lo vegetal y lo mineral pueden señalizar un fondo a lo Henry Moore, poderosamente materializado en la tensión vano/masa, en la confusión de los planos antitéticos, en la fuerza expresiva de magnificar lo finalmente indistinto. Volvemos a un pensamiento interior de la belleza y a su capacidad generativa desde la energía de lo que no está exclusivamente en la mirada. Por otra parte, las mujeres vegetales, las sugerencias euroafricanas de las figuras y los tocados, inducen –como con frecuencia en Moore– la presencia mágico-narrativa del mito.

De Lipchitz y Picasso vienen la dicotomía hueco/masa, la mitificación o mitologización, la honda
espiritualidad de lo vertical cuando los volúmenes adelgazan. Y de Giacometti, el alargamiento extremo del material, la relación existencial entre la imagen y el espacio, la soledad de la presencia humana, su fascinadora vibración en el puro estatismo.

Resumiendo esa plural patrilinealidad, hemos evocado en la vertiente de las afinidades técnicas los conceptos de línea, vano/masa, esencialización del volumen y dicotomía imagen/espacio. En la vertiente conceptual hablamos de sueño, belleza interior, espiritualidad y soledad. Acaso sean por sí mismas ideas suficientes para aproximarnos a las razones de un rebrote en la escultura de Emperador (final del siglo XX, principios del XXI) de las constantes formales e ideológicas de la gran escultura de finales del XIX y principios del XX. Entonces expiraba con pesimismo la primera era industrial; ahora resurgen ciertas tesis humanistas y espiritualistas después de un siglo deshumanizado. La respuesta es otra y la misma.

Pero olvidemos ahora a los insignes ancestros de hace un siglo y sigamos merodeando el misterio de religación a través del tiempo. La individuación de los impulsos que aparecen similarmente en la historia del arte desde su más remota huela depende, una vez más, de la forma. El principio de individuación –que da razón de por qué algo es un individuo, un ente singular– es la forma. Las constantes y las variables técnicas o ideológicas nunca serán tan expresivas como los caracteres individuales de una posición/posesión espacial tan singular como la de Leopoldo Emperador. Y eso es, en parte, la forma, su forma: materia signata quantitate, diría Santo Tomás, y no materia universal en abstracto. En otras palabras, materia acotada y cualificada por el trazo del artista en la infinitud y la eternidad del espacio y el tiempo.

Los griegos rechazaron lo infinito en el arte, pero lo admitieron al menos como problema, como pensamiento. El infinito es algo meramente potencial: está siendo, pero no es. De ahí la
desconfianza de la cultura apolínea, su “horror del infinito” por considerar que la razón es impotente para entenderlo. La escultura de Emperador no pertenece al orden de la razón sino a la sinrazón de recuperar, como sus ilustres ancestros de hace un siglo, la infinita potencia del espíritu en la visión “fáustica”, apasionada y dionisiaca que Spengler creía necesaria como salto histórico por encima de la decadencia.

Más allá de sus temas, elegidos con ironía, ternura o humor, las esculturas de nuestro artista rescatan una visión poética de la criatura humana en soledad, ubicada en su espacio, viviendo, jugando, amando o soñando; desentendida del dinamismo destructor de la especie, alegremente confiada en la belleza, en la identidad esencial del ser, el estar y el sentir de todas las generaciones humanas desde sus orígenes. Criaturas que se individualizan o se repiten, porque el infinito es también repetición, la ciclitá come infinitá descrita por Mondolfo, la deslumbrante religación del arte de nuestro tiempo –Emperador– con el de un siglo atrás. O, apelando a otras imágenes, Heráclito, la infinita divisibilidad del continuo según Zenón, el eterno retorno que Nietzsche trajo desde los griegos hasta el siglo XX: el espíritu humano renovándose triunfal después de la caida, la degradación y el envilecimiento que también envilecieron su imagen en el espejo irrebatible del arte.

Hablamos, en definitiva, de la individuada forma que es en Emperador figura patente y figura latente, visibilidad e invisibilidad, mirada y pensamiento; nunca manierismo. Y hablamos del formalismo de Emperador, un lenguaje que posee autonomía y puede, por tanto, ser observado internamente. Este escultor admirable ha descubierto que lo característico del lenguaje artístico no es su ausencia de significados sino la multiplicidad de ellos y su rotación, su alternancia: ciclicidad como infinitud. Porque el infinito, define Aristóteles, “no es aquello más allá de lo cual no hay nada, sino aquello más allá de lo cual hay algo”. Ese algo que buscaron hace un siglo Brancusi, Picasso, Moore o Giacometti, es lo que hoy busca Leopoldo Emperador, dueño y señor de sus medios, refinado artesano y artista poseido por la ambición de rescatar la espiritualidad tras la más larga y atormentada era materialista de la historia del hombre.

Rondel

José Antonio Otero

Fue en la época del despertar de los sentidos.

Sería allá por el cuarenta y nueve o el cincuenta, y aún le llega el canto del yunque que vivía frente a la casa de su primera infancia. Entonces era como verano todo el tiempo, pero cuando se fugó para cruzar la calle supo además que el repicar aquel era feroz porque su cara ardía. Los cuatro hombres que se afanaban dentro lucían negros; semejantes a la ceniza donde hurgaban, desde la que hacían nacer con grandes tenazas unas barras iluminadas muy parecidas a los helados de frambuesa, hablaban poco, pegaban duro, sudaban siempre.

Después vino lo de los tres tomos de la edición abreviada del Espasa que, dicen, depuró a escondidas para quedarse sólo con las ilustraciones.

Diego Velázquez. La fragua de Vulcano. Museo del Prado.

Sus preferidas eran las de colores y el diablo sabe en qué revuelta del laberinto que lleva en la cabeza se obstinan todavía las imágenes. Eran gárgolas y vitrales de Notre Dame, láminas tramadas con fotos donde aparecían perros clasificados según su raza, caras de hombres y mujeres (conoce la intención, no olvida el orden) dispuestas de idéntica manera. Había igualmente árboles, minerales magníficos, calvarios y algo así como un melón inmenso con el que se rió bastante, sobre todo cuando los mayores le aseguraron en serio que el melón volaba. Constaban así mismo, cierta Madonna de Rafael clavada a una amiga de su madre, El Cacharrero de Goya, y su predilecta: aquella donde se revelaba el pasmo de los incansables vecinos, congelados para siempre por Diego Velázquez en La Fragua de Vulcano.

Por una página de Ovidio supo algo más tarde, con melancolía adolescente, que esa escena hablaba de otra historia absurda: era el momento en que un joven dios insolente proclamaba ante un pobre dios cojo los amores de su mujer, la diosa, con un dios soldado. En realidad algo tan baladí que ni siquiera podría ocurrirle a sus amigos herreros.

Después marchó a otros sitios, lejos; el yunque se calló, la fragua la enfriaron. Y cuando el paso de los años o el destino consolidaron su gratitud de adulto; quiero decir, en su existir por puro amor al arte, alcanzó a interpretar, también a solas, lo que el maestro pintor, con un guiño, quiso indicarle en aquel cuadro: Los dioses habían muerto, quedaba la hermosa, sencilla historia de los seres humanos contándose sus cuentos, inventando sus formas; la vida golpe a golpe, trabajando y trabajando.

José Antonio Otero Ruíz

Artista, Escultor