Mientras contemplaba la pasada tarde la pequeña cabeza en bronce fundido que Leopoldo Emperador ha emplazado con toda propiedad en el entorno del paseo Costa Canaria, hacia la altura del Veril, y que lleva por título “Mujer con tocado en espiral”, otra cabeza me daba vueltas, insistente, dentro de la mía. Era ésta una cabeza imaginada, que se gira enamorada siguiendo el arco que describe el sol antes de ponerse por detrás de la cumbre, después de reflejarse en el mar y bañar los bungalos de Playa del Inglés. Y digo enamorada, más que nada, por los ojos, enormes, que tratan de esconder detrás de los medio caídos párpados una de esas miradas misteriosas que en ocasiones traicionan a la mujer. La “Mademoiselle Pogany” de Brancusi, en la que también se inspira esa otra “Mujer con un sólo pensamiento”, expuesta por Emperador no hace mucho tiempo en la galería Vegueta, y de la que ya nos hemos ocupado, contrariamente a las otras dos, es ciega. Esta diferencia entre ver y no ver define la distancia que media entre el arte de la escultura del hierro de principios de siglo y el de su declinar. El artista más versátil del grupo Contacto vive con intensidad estos últimos años de la centuria. Nos habla y nosotros le comprendemos. Nos hace un guiño y nosotros sabemos hasta donde quiere llegar. Brancusi y todos sus seguidores, incluído el cubismo, hasta hoy mismo, por ejemplo, no hacen nada de esto. El arte de las vanguardias, en este sentido, fuera ya de su tiempo, se muestra inexpresivo, frío, mudo y ciego. A estas alturas tenemos la sensación de que no produce más que palabras vacías, la expresión se hace notar por su ausencia. Por el contrario, nuestro escultor, la otra tarde, parecía estar pensando en voz alta, allí, en el lugar de esas palabras que no han sido pronunciadas jamás.
Éramos un grupo de amigos, artistas e intelectuales. La amistad y el amor por la obra de arte bien realizada nos convoca. Nos asomamos a ese balcón del paseo que se alonga formando como un pequeño nido de enamorados. Estamos mirando al mar, que muere mansamente a nuestros pies. De pronto, tengo la visión del mar y la noción del mar al mismo tiempo. Detrás de mí, en ese lugar de asedio, en esa “cabeza de mujer con tocado en espiral”, se encuentra lo sensible merleau-pontiano que se abre. Leopoldo Emperador, como persona, como amigo, nos habla, veo el movimiento de sus labios, pero ya no le escucho. Giro yo a mi vez la cabeza. Ahora veo mejor al escultor. Ahora es alguien que con su obra se dirige al mundo y que –seguimos a Merleau-Ponty– desde fuera, parece continuar en “su sueño”. Valéry habla de un cuerpo del espíritu al que asocia la pasividad. Para Emperador, en cambio, nuestras iniciativas nacen en el corazón del ser, se conectan a nuestro tiempo, se apoyan en los quicios de nuestra vida, y hacen de su sentido una dirección. Su “mujer” es el alma merleau-pontiana que piensa siempre y no puede no pensar porque en ella se ha inscrito “algo” o en su defecto el “hueco de algo”. No es –concreta nuestro mentor– una actividad del alma, ni una producción plural de pensamientos. Tampoco se trata de una metáfora –no hay metáforas entre lo visible y lo invisible, arguye el autor del libro homónimo–. “Metáfora” aplicada a “Mujer con tocado en espiral”, o es demasiado o no es bastante. Demasiado, si lo invisible es realmente invisible; no es bastante, si se presta a la transposición. De esta “cabeza”, no se puede decir que su espíritu esté aquí ni tampoco que no está ahí. Lo que hay es una localidad de asedio donde su ubica el teatro de la aparición del otro. Por ello, su dirección se puede decir que no está en el espacio, sino en la filigrana que aparece a su través. Por ello también, el arte del buen escultor es transponible al pensamiento. No es una cuestión puramente de estética. Está más que ligado, religado, no existe ni puede existir sin lazos.
Playa del Inglés, a esa hora de la tarde en que se despereza la noche silenciosa, es un hervidero, un murmullo de turistas prolongado. Las sombras se ven aparecer furtivas en las boca calles y se sienten desaparecer a plena luz de las luces de neón, todo a “soto voce”. El grupo finalmente se decide a subir a los coches para dirigirse a San Fernando de Maspalomas, donde nos espera apalabrada una cena en un conocido restaurante mallorquín. El “arroz caldoso”, plato fuerte de la cocina balear, rociado con un buen rioja de crianza, desata las lenguas y aviva el tiempo que cosquillea la chispa en los ojos de los comensales, sin desparramarse nunca. El artista que hay en nosotros confiesa que se siente víctima de una persecusión no muy profunda pero universal. No aquí, en este comedor agradable, no ahora, en esta noche de mediados de semana de un mes en el que ya se anuncia la primavera. Una buena docena de mujeres y hombres reunidos alrededor de un escultor para homenajearle, para “auscultarle”, para disfrutar todos en buena compaña de ese “¿quién eres tú? que siempre se interpone. A esta pregunta Leopoldo Emperador se sorprende a sí mismo respondiendo: “Él es así”. Pero inventarse no basta, piensa Sartre, primero hay que inventar los medios de inventarse. Quiere decirse que no procede. Una escultura no habla. ¡O tan poco! Dice de nuevo Sartre en otro contexto. Pero, ¡qué importa! ¿Cómo es esta “cabeza”? ¿Ovalada? ¿Redonda? ¿Sonriente? ¿Fruncida? ¿Confiada? ¿Irónica? De los ojos sólo sé que están medio abiertos o medio cerrados. Lo admirable es que uno cree en eso, afirmamos con Sartre. Igual que en las alucinaciones, finaliza el autor de “El ser y la nada”; al principio estas cosas rozan un costado y uno se da la vuelta, luego nada. Pero del otro costado, naturalmente…