Recibo la invitación de un viejo amigo, el escultor Leopoldo Emperador.
Inaugura en Las Palmas de Gran Canaria una nueva muestra de esculturas y obra gráfica que titula “El jardín perfumado”. No podré estar Allá, en las Islas, pero le envío mi felicitación con el afecto y la admiración de siempre. Su tarea ha sido solitaria y en lucha contra los prejuicios de la modernidad, que lo son contra la singularidad y el goce. Pareciera que la sensualidad de oriente haya acariciado el metal de sus piezas. Me hacen pensar estas obras suyas en una Venecia orientada, una Venecia de bronces iluminados por el creciente. Buen augurio para esta singladura que lleva a cabo ahora Leopoldo Emperador. Allá, es decir, las Islas, es decir, las Islas Canarias, no es que estén exentas la belleza y la sensualidad. Subsiste en su paisaje agredido por los promotores inmobiliarios y sus cómplices políticos. Subsiste en su cultura casi secreta. Es curioso: para el turismo y la destrucción del paisaje canario, todo son ofertas y precios tirados. Para el mantenimiento e irradiación de su cultura, todo son desidias e incompetencias, muros elevados y peajes coloniales como los que tienen que pagar los artistas nada más pisar lo que unos llaman España y otros la Península: la misma dificultad.
“En la sociedad canaria, miméticamente post‑industrial si se observan determinadas manifestaciones pictóricas y escultóricas a partir de los setenta, en lugar de una descarnación encontramos una voluntad de invidencia, en lugar de un crítico deslizamiento (en el sentido geofísico del término), una vocación de conformidad. Con las excepciones de rigor ─pero curiosamente ubicadas entre las islas y las afueras o, sin ambages, en las afueras─, la voluntad y la vocación a la que me refiero contaminan hasta tal punto los lenguajes artísticos tradicionales, que incluso lo que aquí se presenta como revulsivo y/o novedoso no deja de ser un producto mimético de saldo.
**Y está bien la abundancia de stocks que, nada más salir del marco insular, se considerarían como piezas de segunda mano. En cualquier otro país ─y me refiero a los que despiertan un devoto entusiasmo─ las excedencias de notable quincallería es un hecho que nadie, en su sano juicio, lamenta, porque conoce la necesidad de las excedencias, tan necesaria como la falta de la capacidad de riesgo, tan necesaria como el extendido poder de la ufanidad y de la estupidez”.
“No es asunto ahora de detenerse en estas paradojas, que infectan tanto a los países post‑industriales como a los que encuentran en trance (de serlo). Si aludo a Canarias es porque, considerando las características de su mecánica artística ─instituciones culturales, actitudes creadoras, disposiciones receptivas─ ya es de por sí excepcional la actividad de Leopoldo Emperador, sus orígenes y la continuidad y coherencia de su trayectoria. Una actividad que, en muchos casos, ha tenido que realizarse en las afueras. Que los comisarios de Frontera Sur lo decían: ‘verdaderas arquitecturas imaginarias (sus proyectos e instalaciones) que, la mayoría de las veces, hablan menos de su talante creativo y más del empobrecimiento económico y técnico de su entorno, incapaz de llevar a cabo sus proyectos de envergadura”.
«(La obra de L. Emperador) ha seguido una trayectoria rara por su coherencia, solitaria y exigente. Atributos que ya de por si trasladan al artista a una dimensión que imposibilita el revisionismo abdicador y, por el contrario, lo reafirman en un espacio que no hace más que ahondarse para que en él inscriba su aventura intransferible.
Desde los comienzos, me atrevería a decir, Emperador ha estado cuestionando, investigando, interviniendo el espacio para ubicar la materia de sus ensoñaciones. Un lugar para la materia que no es nuevo. Lo que sí representa un cualificativo avance es, de una parte, la fisicidad de esa materia ─más apropiada en el sentido de más unida a su cierto recorrido vital─ y la concentración de un lugar que, mejor que nunca, el artista sabe que lo sigue adonde vaya, unido por el alambre, fino, oxidado y casi imperceptible de su memoria eléctrica».
(J.C. Cataño, «Leopoldo Emperador, un lugar para la materia», en Basa. C.O. de Arquitectos de Canarias, mayo, 1990, n. 12 p. 130.)
Leopoldo Emperador ha vuelto al símbolo del árbol (estudiado por Frazer o Eliade, exhaustivamente recopilado por Cirlot, un poeta tan próximo a las artes), pero esta reposición de la figura arbórea, al interpretarla, la visualizo también como la ubicación de un escultor que se planta en medio de una tierra de nadie, pero en terreno propio, frente a los aires encontrados y enfrentados de su tiempo, para construir y regalar al aire una serie de piezas arborescentes, que ya no sólo representan el emplazamiento del árbol mítico, eje del universo, puente de unión entre el cielo y la tierra, sino que en su simbolismo tiñe la condición axial de Leopoldo Emperador como artista, escultor que aquí, en esta nueva entrega, traza una espiral hacia el pasado de su trayectoria y con el impulso la lanza desde su presente a lo porvenir.
Decimos que ha vuelto porque, en efecto, no hay que perder de vista los orígenes, —en el caso de nuestro escultor, orígenes conceptuales—, aquellas primeras series de los años ochenta, series como Alberos y Electrografías, en las que ya estaba presente la carga simbólica del árbol y sus formas, aunque filtradas a través de las estilizadas arquitecturas de unas instalaciones en las que el neón tendía a constituirse, quiméricamente, como metáfora y objeto a la vez, planteándose el artista la contradicción, quizás irresoluble, entre lo artificial y lo natural, entre el árbol iluminado y la sombra fría de su concepto; como si dijéramos, entre cultura y naturaleza.
Seguimos por escrito aquellas incursiones suyas, aquellas fundaciones iniciales, como si al principio de todo su tarea hubiera consistido en sondear y balizar un territorio de materia mental hasta que pudo convertirlo, y gozarlo, como un jardín de ramas doradas. Y aquí, en esta alusión de una manera edénica, de nuevo aparece el trabajo de antropología mítica de Frazer y la interpretación al óleo de Turner del valle con ramos de hojas de oro que, en la mitología romana, permitió al héroe troyano Eneas viajar de forma segura por el mundo subterráneo.
Si mal no recuerdo, uno de mis primeros textos de arte, pitagóricamente titulado 37, se conformó como treinta y siete proposiciones poéticas alrededor de una instalación de Leopoldo Emperador, en la primitiva galería de Rafael Tous en Barcelona, cuando aún no conocía personalmente al escultor. Hubo más textos, más cercanía a la vida y a la materia del artista. Hasta que un día fui testigo de un viraje decisivo en su forma de entender el oficio y, por extensión, su propia vida.
No es la primera vez, tampoco, que manifiesto la importancia que supuso el giro de la metáfora y el objeto conceptual a la materialidad indescifrable y gozosa de la escultura, tomando para este tránsito, y como elementos de diálogo y discusión, algunas manifestaciones de las vanguardias históricas y del indigenismo canario de la escuela Luján Pérez. Este viraje a la emoción física, a la soledad del taller que se consolida en los años noventa, le ha supuesto no sólo el estar a solas con su oficio y su voluntad creativa, sino la valentía para dar rienda suelta a un universo de formas libres y auténticas, al margen de los gustos instituidos e institucionalizados. Como viejo testigo, desde mi propio conceptismo a expresiones más sensitivas de la escritura, es un placer constatarlo cada vez que Leopoldo Emperador alcanza el valle de Turner y nos ofrece sus tesoros, la labor callada y sonora de su trabajo.
Ya lo hizo, la última vez, en su lectura de El jardín perfumado, el clásico de Omar Ibn Mohamed al Nefzaui. Ahí ya estaba, como ahora, la alegría y la sensualidad de las formas. Ahí ya estaba, como en estas Arborescencias de hoy, el valle y el jardín, la luz dorada en la copa de los árboles altos, el musgo del lecho, las figuras recostadas en la amenidad de la escena, la permanencia del instante al amparo de un azul tenue y sin heridas.
Leopoldo Emperador ha traído a estos jardines, por donde se esparcen los hierros forjados, los elementos de su memoria, es decir, su sentir la tierra que lo alberga, el aire que traduce dicha tierra, las manifestaciones de un paisaje insular que lo reinventa como individuo y lo prolonga como artista. Él, el artista que a su vez, reinterpreta la palmera de Jorge Oramas, el drago de Óscar Domínguez, las mitológicas, voluptuosas piteras de Néstor de la Torre, la sabina bajo el viento de Martín Chirino, los sicomoros de una imaginación con suficiente energía, y territorio invisible todavía, por delante. Atrás la metáfora y el objeto, sin distancia entre sí, sin posibilidad de alentar evocaciones. Atrás los despieces, los restos de naufragios. Las piezas escultóricas de Leopoldo Emperador dialogan, interpretan el aire que las envuelve. Lo mismo que estas líneas que se miran en sus facetas, prismas y volutas, y tratan así —esta líneas que voy escribiendo— de constituirse como arborescencias, como árboles enraizados en una realidad, pero con las frondas y ramas respirando la fuerza de un viento alto, de un viento repentino, el soplo de un espíritu que se abre a través de la escultura. Con sus raíces al aire, como el baobab de las sabanas africanas.
Sé que el trabajo de Leopoldo Emperador es difícil. Es difícil doblegar el acero y el hierro, izarlo, martillearlo, someterlo al fuego, a la voluntad del artista. Pero más difícil —creo— es disponer estos esfuerzos, ya conseguidos, en el escaparate de los gustos viciados contemporáneos. Hablamos de esculturas, pero ¿todavía existen escultores? ¿No pululan como la peste los conceptistas e ideadores de esbozos, los decoradores de espacios…? Leopoldo Emperador no necesita ser emparentado, ni siquiera en un símil instantáneo, con esas prácticas de una modernidad anticuada y estéril. Su trabajo surge, avanza en dichosa libertad de creación. Qué exigente labor que, al margen de los fuegos artificiales del entorno, se emplaza, se centra y desde ahí abre, como las ramas del árbol, un fuego propio.
Lo volvemos a encontrar, este fuego que ilumina lecturas sensuales, en las Arborescencias de hoy. Fuego, contra el aire, como delicia. Fuego, y materia que se dobla y que, al hacerlo, nos entrega superficies, ideas, planos en los que puede seguir creciendo nuestra mirada. Y el interior de la mirada.
Hay una imagen que me viene al recuerdo involuntario cuando quiero referirme a la última exposición de Leopoldo Emperador. La imagen está formada por secuencias sucesivas: una escalera de caracol que desciende, una sala angosta y en penumbra que nos recibe, unos tubos de neón dispuestos sobre mesas de cristal que esperan nuestra palabra. La angostura umbrosa ya estaba en la calle, la estrecha calle barcelonesa del Berlinés en invierno, según creo recordar, en donde estuvo ubicado el primer espacio expositivo de la ya mítica Sala Metrònom.
Sucedía, lo que recibe ahora el recuerdo, a comienzos de la década de los ochenta. Sin conocer por entonces ni la obra ni la persona del autor de la instalación, la de Leopoldo Emperador me deparó una de mis primeras escrituras de arte, desarrollada en forma de proposiciones wittgensteinianas, que di a la prensa de algún suplemento cultural de Tenerife.
Desde aquella fecha que ya parece de otra vida, se han sucedido galerías, instalaciones, piezas, textos y escrituras en torno a la actividad de Leopoldo Emperador. Pero lo que pretende expresar el recuerdo involuntario en la mirada actual, abarcando un período tan amplio de tiempo, es de qué manera el trabajo de nuestro artista, y también si se me permite la palabra mía que lo sigue, ha logrado zafarse de pleno de la frialdad de la artesanía conceptual, la que aún hoy sigue activa en espacios de asepsia académica y repetitiva, en exposiciones tan previsibles como carentes de latido. Ya se veía venir el afán de liberación y la entrega a una senda propia y arriesgada, hacia mediados de los años noventa, que fue, si no me equivoco, cuando Leopoldo Emperador asumió una soberanía artística de plenitud.
Fue por tales fechas cuando empezó a entregarse, sin complejos ni miedos a lo que pudieran decir los dictados de la modernidad, a la búsqueda de unas formas que eran, en primer y último término, escultóricas. Y eso ocurría en un tiempo en que la realidad de la escultura había sido secuestrada por las banalidades de los artesanos, las pompas multidisciplinares y los certificados de autenticidad moderna, no menos pretenciosos y estériles, expedidos por los productores de sentido, los teóricos que franqueaban el paso al altar de semejantes nulidades. Por el contrario, las esculturas de Emperador llegaban con la entrega al goce del metal, a la sensualidad de la fragua, al erotismo de formas que se insinuaban, y eran ya evidencia tangible y acariciadora, a partir de la lucha encarnizada y finalmente feliz con la materia.
La sensualidad a la que me refiero, en la trayectoria de Leopoldo Emperador, hemos visto cómo la ha determinado muchas veces el roce con el arte continental africano, sus máscaras y sus emplazamientos corporales, es decir, escultóricos. Pero ahora, en esta nueva exposición de sus trabajos reciente, el escultor ha dado otra vuelta de tuerca y ha entregado la sensualidad a nuevas latitudes del sentir.
De ahí la presencia oriental y nórdica en El jardín perfumado. De ahí, la conjunción perfectamente armónica entre los motivos de la obra dramática de Henrik Ibsen, Peer Gynt, y de la suite del compositor Edvard Hagerup Grieg, quien respondía a finales del XIX al encargo de elaborar una música incidental, un acompañamiento musical, para la pieza de su compatriota. Y así es como surge del reto del encargo la Danza de Anitra, la sección tal vez más conocida de la suite compuesta por Grieg.
Pero la conjunción, en los nuevos trabajos de Emperador, va más allá, es más amplia, más atrevida, ya que cuando se plantea redondear el sabor oriental ya explícito en la obra de Ibsen y en la música de Grieg, se ha permitido la influencia poética del El jardín perfumado, el tratado erótico del tunecino al-Nefzawi, un clásico universal de la literatura erótica en sintonía con los tratados no menos clásicos y universales de la literatura hindú.
La materia escultórica de Leopoldo Emperador, su universo de formas elocuentes y sugeridoras, no podía sino avanzar por este camino, cuando se observa con detenimiento los giros formales que imprime a las piezas, las volutas, arabescos y contorneos que exhiben. Por ello, una vez más, el trabajo de Emperador tiene el valor de un atrevimiento nada insustancial. En primer lugar, trabajar la escultura. Y enseguida, o al mismo tiempo, dotarla de sensualidad, que es como decir que le insufla vida a la materia, derroche incluso, estremecimiento y entusiasmo.
Si se mira sin las vendas ni los dictados de la rancia modernidad que petrifica la escultura contemporánea, tal vez se pueda apreciar con mayor precisión el atrevimiento de Leopoldo Emperador, el riesgo vital que ha asumido la tarea constante y solitaria de su trayectoria, el entusiasmo que parece proscrito de la masa informe y obediente de buena parte del arte de hoy.
Embarrancar para construir. Acudir al despiece para fundar, distribuir las formas de una entidad nueva, imprevista, como el sol que cae sobre los mercantes en espera de estiba, frente a Las Alcaravaneras, por ejemplo. Es decir; una entidad, un cuerpo, no tan repentino como luego lo pensamos, y lo acariciamos dormido boca abajo mientras la noche se nos concede blanca, precisamente para escribir y sentir que ese cuerpo era la presencia soñada, la presencia que por fin acude tras larga espera o, sencillamente, después de mucho tiempo de deambular con la mente en blanco, fijándonos distraídamente en los zócalos, en los detalles de las esquinas. Y entonces puede suceder que ese cuerpo no sea tan reciente, como tampoco el sol que emerge cada día entre los barcos a la espera de atraque.
Y sin embargo, hemos de creer que la entidad que amanece a nuestro lado -cuerpo, pieza escultórica, texto- es nueva. Porque con todos los preámbulos, con todo aquello que de nuestro obrar se nos veía venir, su luz nos sorprende. Y nos deleita la armonía de unas formas en la que ya apenas creíamos, por la inercia contra la que debemos estar vigilantes. Y nos enamoramos del trabajo de ir descubriendo algo que, por fin, nos apasiona y nos quita el habla para tan sólo decir: es eso.
¿Es esto un poema de amor?. ¿Es esto un texto para acompañar a la obra reciente de Leopoldo Emperador?. Ambas cosas, y dos secretos más, que únicamente al escultor y al poeta le conciernen. Porque son presencias, como antes he aludido, que se manifiestan en la materia. Pero están -en su caso, está- al otro lado de lo evidente, como la sombra iluminada que dicta en la pared una escultura de Leopoldo Emperador.
Muchas son ya las complicidades entre el escultor y el poeta. Como las noches azules en las que han coincidido nuestras respectivas presencias ausentes, atravesando nuestras travesías y marcándonos la encrucijada, el reto, la elección y el riesgo.
Lo que me gustaría referir ahora no es la historia de esas noches, insulares y continentales -brumas del Norte esclarecidas al aire de nuestras islas- , sino la capacidad de sorpresa con que Leopoldo Emperador vuelve a regalarnos. Y capacidad de sorpresa quiere decir hallazgo inusual, completud al margen de dogmas estéticos, entregado al amor, lúcido, de quien es plenamente consciente de haber elegido un camino solitario, y atemporal, como le comentaba el artista catalán Jordi Benito a propósito de su reciente exposición en Barcelona (”NA- àNIMI”, Centre d’Art Santa Mónica, abril de 1993).
Cuantos artistas pueden borrar hoy en sus obras la frontera entre amor y trabajo? O cuantos han reparado, siquiera por un momento, en esa antigua alianza?. En Leopoldo Emperador, el amor por el desguace y el amor por una figura sorprendente viene a ser lo mismo. Y ahí radica la especificidad de su trayectoria, la inspirada singularidad de su travesía. Por eso, quienes escribimos no de memoria sino con las entrañas, volvemos a sentirnos cómplices de la noche encendida del taller a la interperie, doble del otro taller, oro y azul, donde porque es capaz de sentir, es capaz de crear formas de la pasión.