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¿En la puerta de los tiempos?
Alrededor de la escultura de Leopoldo Emperador
Cuando hice referencia a la deriva en un texto anterior sobre la escultura de Leopoldo Emperador, no trataba de establecer un rescate iconográfico de la fachada cultural por parte del nuevo ciclo herrero que iniciaba Leopoldo Emperador. Mi propósito -pensaba entonces, suficientemente explícito y por ello mi doble interés por advertir la procedencia marina de los “paradigmas” y “mareas” del escultor- no era otro que su literalidad, su significación atlántica de naufragio. Su obra desde la fragilidad, su obra etérea, había estallado en mil pedazos durante el viaje y ahora era el tiempo de recoger los trozos de la memoria en la orilla de una nueva territorialidad, o al menos de un territorio asumido como otro, en las puertas del Sáhara.
Pues aquella obra entonces la entendí como un anuncio, confirmado día a día, de su encuentro africano: “un enigma que ya no nos podemos permitir, pues estaremos tratando de ocultar el sol con las manos”.
Ahora esas manos que urden nuestro devenir en las raíces múltiples de la memoria caprichosa son tan refinadas como indomables, tan naturales como cultas, pues son hijas de la simultaneidad de los tiempos, de la esquizofrenia espacial. Y cuando dije que la escultura de Emperador estaba impregnada de profundas raíces históricas e hice referencia a las tendencias que han significado el siglo en Canarias (simbolismo, modernismo, surrealismo y conceptualismo) trataba de perfilar el paralelismo entre su obra reciente y nuestra historia, pues suponía una lectura tan historicista como enterradora, ya que el retrato que hacia de nuestra última historia la empujaba hacia el pasado, hacia el fondo de la ausencia, a la pérdida y el olvido, para asumirla como vestigio de una arqueología superada por el darwinismo implícito hasta entonces en las propuestas plásticas precedentes.
No quiero decir que la obra de Emperador sea un archivo de la memoria ni la crónica del recuerdo sino, al contrario, un anuncio de lo que vendrá, de los tiempos nuevos del mestizo y el bilingüe, de los tiempos del otro. ¿No son acaso las suyas máscaras del reciclaje y la mutación?, hasta la soldadura establece una nivelación de todos los fragmentos, una neutralización de los componentes del compuesto todavía sin forma, innominado, impensable.
Esta exploración es también un naufragio en los astilleros donde ya no se reparan las viejas naves quemadas del olvido sino un puzzle construido de tentativas y fragmentos articulados, capaces de erigir un rostro nuevo.
Para muchos se trataría de un rostro impenetrable, un rostro ciego y mudo a la intemperie y, no obstante, aunque guarda todavía silencio, ya no es el silencio de las piedras ni de los sepulcros blanqueados, es definitivamente una superación de todo lenguaje.
Ahora sin prescripciones, sin órdenes, esta figura todavía imprecisa ha dejado el pasado en su lugar y el futuro abierto a una visión que progresa a medida que avanza mar adentro, hacia otras tierras, hacia otras islas, hacia el desierto africano que la noche cubre de estrellas fugaces, imperecederas, inexistentes, como preciosos metales brillantes que guían el viaje al corazón de la luz que aguarda al final de la noche oscura.
Algunos textos anteriores señalan la poética implícita en estas piezas de desguace ahora vueltas a la vida como con frases previas, prestadas, apropiadas, asumidas, como el homúnculo señalado por Millares y el Frankestein de Mary Shelley. Pero, a la par que el poema, se advierte también la magia de la fragua, tanto como el sudor y la sal, donde el fuego y el agua conviven armónicamente en los astilleros de la creación.
Esa sal y ese fuego no son otros que aquellos que le ofrece su tierra al artista, el fuego volcánico del corazón del abismo y la sal del cementerio marino donde anidan los barcos fantasmas que atraviesan el horizonte de esta quimera donde el mar mece los hierros de la expresión.
Esta flotación imposible es también la del sentido que alumbra a estos esqueletos, vertebrados en la diversidad de las lenguas de fuego que lo articulan, en la pluralidad de sus orígenes, acumulados necesariamente en los espacios y tiempos reinventados, realimentados y vueltos a la vida fragmentariamente, a golpes de elección y renuncia, en una gramática en la que la diseminación y diferencia se configuran como auténticos atributos de su peculiar ensamblaje.
Antonio Zaya. 1997
La deriva de los tiempos
Si observamos atentamente el libro que sobre Leopoldo Emperador (L.E.) ha escrito Nuria Gonzalez Gili y que ha sido editado en la colección que sobre artistas canarios dirige Fernando Castro (Biblioteca de Artistas Canarios, Vol.9. SOCAEM 1992) para el Gobierno de Canarias, advertimos en primer lugar que lo más relevante de esta obra de L.E. forma parte de un capítulo digerido, efímero, desaparecido o destruido. Así que L.E. no ha afrontado con temor el riesgo de un salto en el vacío, sino un salto sólido. No obstante, esta singladura se anunciaba en dos claros precedentes marinos, previo a este viaje de simultaneidades: “Hacia el paradigma”, donde “el alquimista – nómada le invita a contemplar desde la barandilla de babor la derrota y posterior hundimiento de la Teodicea en el mar de la ensoñación.” y “Mareas”.
Esta nueva serie de esculturas de acero que presenta ahora anuncia el final de un ciclo como el principio de algo que ha venido a quedarse. El acero ha sustituido al cristal y la piel y las hojas y el neón y el adobe y la fragilidad. Pero este Ulises no se ha desplazado tierra adentro; ha atracado en los astilleros para reparar y materializar su presencia.
El mar ya no es una metáfora del muro, sino el viaje iniciático del regreso y la repeteción, el eterno retorno del tiempo de aprendizaje. Pero el acero es la tierra firme aún en la orilla quebrada de la línea, en el círculo, en el plano de resonancias cubistas, picassianas, de resonancias deco y más que derivativas, retors o nostálgicas de un Gran Arte, estas esculturas de L.E., son renacentistas, sincréticas, mestizas, primitivas y refinadas, europeas y africanas. Pero la hibridación cultista del povera que siempre ha significado la obra de L.E. ha cuajado ahora, no como la nieve sino como la lava; pues este regreso a la tierra que supone el hierro, después de la exploración efímera y el nomadismo de las “instalaciones”, es universalista y está en deuda con los logros estéticos de las vanguardias históricas, que ya no sigue los pasos de la herencia duchampiana sino los del mestizaje pluricultural del que París fue cuna y que truncó la Guerra Mundial: el encuentro africano.
Africa es, desde luego, un asunto muy importante para los europeos, especialmente para los españoles que, como los valencianos, andaluces y canarios vivimos a un tiro de piedra de un enigma que ya no nos podemos permitir, pues estaremos tratando de ocultar el sol con las manos, a la luz de la xenofobia que vuelve, como hace quinientos años, con los nacionalismos y los brotes de fascismo e intolerancia. Acaso ese tiempo no de la integración sino del respeto a la diferencia es la deuda principal de esta escultura neoclásica que entiende la modernidad como un vestigio, un naufragio. Asi que hemos de volver a plantear y responder las cuestiones aplazadas por la guerra, superando el “nuevo” discurso depresivo existencialista provocado por el desmoronamiento del socialismo de Estado en Europa y la necesidad imperiosa de la “glasnot” en el seno del capitalismo salvaje, que se ha adueñado de los medios de comunicación y por ende de nuestras conciencias. El final de la simulación a la que asistimos en las sociedades informáticas no sólo anuncia la superfície reventada y el ocaso de la estructura sino también la realidad virtual en el mercado, la inercia electrónica a la que los “bárbaros” también quieren tener acceso, el sueño del deseo satisfecho.
Estas deducciones derivadas de la reflexión formal que nos propone L.E. contestan tanto a la realidad como al discurso de este final del segundo milenio. Pero no intento indicar con ello que se trata de un revisionismo conservador, ni que está en función de esta celebración cristiana u otro más cercana, sino que incorpora elementos de urgencia.
Estos hierros son verdaderos restos de un naufragio del tiempo, de la historia, en astilleros/cementerios ineludibles al regreso provisional o definitivo y son también, una lectura de nuestros fragmentos reciclados, de nuestra diferencia fuertemente significada por el simbolismo y el modernismo, primero y por el surrealismo y el conceptualismo, después. Este reciclaje, además, añade un mecanismo azaroso en la selección de las piezas encontradas en los astilleros.
Sin embargo, nada pone en cuestión la significación europea de nuestra cultura; muy al contrario, nuestra cultura (heredera de la conquista europea de las islas) tiene los mismos años que el viaje colombino. Somos, pues, hijos de la cultura cristiana, de la inquisición que nos ha
mantenido de espaldas -aunque no sin relación- a las culturas bereberes y subsaharianas con las que es urgente incrementar nuestro contacto.
Estas resonancias históricas de la escultura de L.E., son, en este sentido, la propuesta perceptual más coherente desde el “Homúnculo” de Millares y el “Afrocán” de Martín Chirino que, de algún modo, completa y, asimismo, da salida a las proposiciones conceptuales heredadas, en su obra anterior, de Juan Hidalgo.
Desde esta ambiciosa pero lograda materialización que implica tanto la dirección plástica como conceptual de las diferencias estéticas de nuestra cultura, la escultura de L.E. se erige como expresión mestiza que incorpora tanto la memoria histórica como geográfica y celebra esta conjunción sin complejos de inferioridad, pero también sin resentimientos y frustraciones, sin necesidad de tecnificar el mito sustituyendo el futuro por el pasado convenientemente manipulado. En este sentido, la escultura de L.E. establece los parámetros actuales del debate de nuestra cultura en términos que corresponden a nuestro tiempo lleno de incógnitas pero también de experiencia, y conocimiento, más allá de los poderes ocultos que atenazan por oscuros intereses su presencia.