No son las flores las que hacen el jardín.
Del mismo modo que la actividad a la que se dedican los artistas bonsaki es la de «cultivar» rocas, podríamos afirmar que la de Duchamp es dedicarse a «cultivar» polvo.
Aceptación del azar y de la cotidianeidad, saber desprenderse de las cosas, hasta de uno mismo. Preparar el campo y dejar que dé sus frutos.
Lo que era objeto ha pasado a convertirse en paisaje, en espacio.
El silencio se hace dueño de todo, el polvo acumulado impide ver con claridad y el tiempo entra pesado por nuestras narices. Imagen de la aridez, territorio desértico del que se ha expulsado a la palabra.
No hay referentes para descubrir la escala. Bajo la capa de polvo se distinguen unos relieves, se diría que se trata de construcciones abandonadas, suspendidas en el tiempo, como la huella críptica que una extraña forma de habitat deja marcada en el suelo.
Fragmentos. Restos de signos, restos de sentidos, restos de formas, suma de ausencias.
Sólo queda lo más firme, pero no el orden, este se rompe definitivamente, sin posibilidad de reconstrucción, puesto que construir es ordenar.
Y aprender a habitar en las ruinas del sentido.
Y hacerlo en semejante paisaje, inhóspito e inhumano, sin doblar las rodillas.
Y además hacerlo sin estornudar.