Pasados ya varios años y aún gratamente sorprendido por la contemplación de “El origen del mundo”, cuadro que Gustave Courbet pintó en 1866 y que actualmente está expuesto en Le Musée d´Orsay, después de que Jacques Lacan, el eminente psicoanalista francés, celosamente lo ocultase en su despacho de las miradas lascivas durante años tras unas cuidadas cortinas, a tal propósito dispuestas, o quizá preservando, más bien así lo creo yo, este tesoro de la barbarie moralista para que llegase hoy incontaminado y fresco a nuestros ojos. Con esta obra de Courbet aún en la memoria, digo, quiero iniciar una reflexión personal sobre la problemática de la imagen y su representación. Este cuadro, “El origen del mundo”, es una interpretación sublime, atrevida e inteligente con la que Courbet, a mediados del siglo XIX, nos avanza ya una visión absolutamente actual de esta complejidad.
Personalmente considero este cuadro como una referencia adecuada para iniciar esta reflexión y con el cual establecer una línea argumental a la hora de analizar la imagen, en este caso, del cuerpo, su significado y su proyección espacial. “El origen del mundo” es, a mi entender, un cuadro, una imagen que se presta bien para tal propósito por su singularidad y las múltiples lecturas que sugiere.
Este análisis me lo planteo como un sano ejercicio mental a la vista del proyectado monumento “Homenaje a Alfredo Kraus”, del cual es autorel escultor Víctor Ochoa, y que ha sido recientemente presentado a la opinión pública. Para que esta reflexión sea, por lo menos, amena y útil (que así lo espero) para el sufrido lector, tres ciudades diferentes, aunque sin un orden cronológico establecido; París, San Petersburgo y Las Palmas de Gran Canaria, me sirven de escenarios para desarrollarla. Tres espacios y tres tiempos en los cuales ubicar este análisis a la luz del conocimiento que, afortunadamente, la historia del arte nos ha enseñado.
Paris, Agosto 1995.
Sofocados por un caluroso día veraniego de este París luminoso, y bajo el aplomo de los dardos que, sin duda alguna, Helio nos lanza inmisericorde para poner a prueba nuestro empeño de conocimiento (algún precio hay que pagar por el deleite estético), nuestros pasos se encaminan a la búsqueda de una apacible umbría que alivie semejante sofoco. Buscamos un reducto que nos refresque e invite a seguir deambulando, yo atento (esta es siempre mi intención) con la mirada alerta a todo lo que París, ciudad culta donde las haya, me ofrece para saciar esta sed de estremecimiento estético y aplacar también de paso, como no, en cualquier terraza parisina (con sus pequeñas y redondas mesas apiñadas en un orden escrupulosamente incómodo), la otra sed; la propia de este esfuerzo, no exento de placer, que el estío parisino me produce.
Así, de esta guisa, me dejo caer junto a Cristina, Miki (nuestros anfitriones en París) y Zoraida en una de esas terrazas:
“Garçon; une pression, s´il vous plait”. Requerimos al unísono con algo de impaciencia, y no es para menos.
Frente a nosotros, justo cruzando el Boulevard de Ménilmontant, las puertas del cementerio Père Lachaise se abren invitándonos a entrar en el anhelado remanso de sombra que, bajo el frescor de los frondosos castaños que se alinean en las avenidas de esta moderna “ciudad de los muertos”, se nos ofrece para poder continuar la plática agradable y agradecida que habíamos comenzado horas atrás. No fue la casualidad, tampoco la tournée turística al uso lo que nos llevó hasta las puertas de Père Lachaise. No, nuestros pasos se iniciaron en esa dirección desde el Balzac de Rodin (1897) en el Boulevard Raspail, pasando, antes o después, bajo el friso de La Marsellesa (1833-1886) de François Rude en el Arco de Triunfo. La indagación sobre la estatuaria pública parisina era la que nos obligaba a cubrir esta etapa, nada desdeñable, de la monumentalidad escultórica que la ciudad luz despliega ante los ojos del atento y avispado fruidor. Los ejemplos del arte romántico, y concretamente el funerario, eran el leiv motiv imprescindible para nuestra presencia en Père Lachaise y completar, así, esta indagación. Nada había en nuestro interés cercano a la nostalgia y la metafísica a la que un cementerio nos pueda provocar: no, sólo la escultura en sí, su significado y su ubicuidad espacial eran el acicate para tan osada incursión en semejante territorio.
Una vez dentro ya de Père Lachaise, en la avenida central que domina y distribuye los diferentes paseos serpenteantes que recorren este laberinto de odas a la eternidad, nos sorprende la escultura “El monumento a los muertos”, con forma de mastaba egipcia, realizada por P. A. Bartholmé, una de las obras más representativas de la estética funeraria romántica. Este monumento hace que las palabras: ”A nosotros dos ahora!”; lanzadas por Restignac (héroe de Balzac), desde lo alto de esta colina con todo París a sus pies y en medio de tumbas (donde antiguamente se encaramaban los pequeños pueblos de Belleville, Ménilmontant y Charonne y que hoy en día constituyen el 20 eme arrondisement del actual París), resuenen como hojas violentamente impelidas por el gélido viento otoñal y nos obliguen a recordar que la historia de este espacio urbano y simbólico de Père Lachaise, en el que nos encontramos, obedece a una idea y a un diseño preconcebido.
Esta colina, que fue adquirida en 1626 por los jesuitas y renombrada como Mont-Louis, era ya conocida en el siglo XII como Le Champ de l´Evêque donde se pisaba la uva. Pero no sería hasta el año 1665 en que el confesor de Luis XIV, el reverendo Père François d´Aix de La Chaize, que reside en ella hasta 1709, la rehabilite restaurando las edificaciones en ruina y dándole un nuevo significado urbano. En 1803, la colina pasa a ser propiedad del Estado y Nicolás Frochot (gobernador de París), por indicaciones expresas de Napoleón, crea en ella el tercer cementerio extra-muros de París. Por estas fechas los cementerios intra-muros de París estaban saturados, la ciudad no sabía qué hacer con sus muertos y el riesgo de epidemias era permanente. En 1765, una ordenanza de la Asamblea Nacional establecía que: “El suelo de París no puede asumir más cadáveres, los cementerios deben ser suprimidos”.
Es, en este momento, cuando París pone en marcha el proyecto del cementerio de Père Lachaise, y será Alexandre – Théodore Bronginart el arquitecto que lleve a cabo dicho proyecto: concebir un cementerio inédito en Francia, un inmenso jardín donde árboles majestuosos de esencias variadas rodeen sepulturas esculpidas y por el cual se pueda pasear agradablemente sin estar agobiado por la presencia de la muerte. Bronginart realiza un parque sin estructuras pesadas, su diseño del espacio es irregular y aéreo. Père Lachaise se inaugura en 1804, momento histórico en que Napoleón instituye los fundamentos de los derechos y deberes de la Nación para con sus muertos: “Impíos, ateos, suicidas, comediantes, y todos los excluidos por la Iglesia, tienen derecho a ser enterrados, sea cual fuese su raza o religión”, así reza el decreto del emperador.
De esta manera, Père Lachaise se convertirá en el primer cementerio laico y moderno de Francia y, posiblemente, del mundo occidental. Pero esta concepción moderna va mucho más allá de que judíos, musulmanes y ortodoxos, ciudadanos de todas las creencias, vean cómo sus sepulturas comparten el mismo suelo de la urbe que, junto a los católicos, han construido y compartido. Es la tolerancia, el espíritu moderno, en definitiva, el lema de la revolución francesa; “Solidarité, Egalité et Fraternité”, el concepto primigenio que subyace en Père Lachaise. La libertad de alegorías, el despliegue de símbolos sobre los monumentos (unos haciendo referencia a las tradiciones de las religiones monoteístas, otros a las sectas esotéricas, otros a los antiguos cultos griegos, egipcios; emblemas de Horus y Osiris, los dioses egipcios de la muerte y la resurrección, pirámides, obeliscos, etc…), conforman el vasto corolario de formas que el libre pensamiento de la revolución aporta. Expresión esta, en la que la masonería también está presente con sus símbolos, que va a dar lugar a la definición de un arte funerario moderno que ha llegado hasta nuestros días, con su iconografía, su especialización y su espacio representativo; una estética romántica de la nostalgia hacia los que nos han dejado: si ellos ya no están entre nosotros su imagen debe perpetuarse incorrupta, a su mayor semejanza, en la memoria de los vivos.
Este apego al cuerpo permanece arraigado en nuestra cultura y sociedad actual; la no superación del miedo a su pérdida, su ausencia, la negación de nuestra realidad última y cierta de la vida, es lo que motiva esta idea de que la muerte está totalmente domesticada, al menos eso creemos, y por lo mismo la exorcizamos inmortalizando a los fallecidos. Para ello, la forma es fundamental, pues la memoria ha de estar consensuada en cánones y recetas establecidas y, sobre todo, reconocibles para que la imagen permanezca incorrupta.
De aquí que la referencia al “Origen del mundo”, con la que inicio esta reflexión, se justifique por la radicalidad con que Courbet plantea esta cuestión del origen y final del cuerpo, ese soporte por el cual gozamos de la vida y que mediatiza nuestra interpretación y conocimiento del mundo mientras permanecemos en él. No es otra sino la imagen de este cuerpo sin rostro, cierta, palpable, real y sujeta a la especulación intelectiva, la que interesa a Courbet y, con ella, nos interroga: ¿Es la imagen de un cadáver que yace en la mesa de disección, así parece sugerirnos ese muslo descoyuntado; o es la amante plena y abierta para que el amor engendre la vida?. Es en este juego sutil de adivinanzas donde Courbet nos propone precisamente la paradoja que él mismo experimenta: el cuerpo es donde reside y se desarrolla nuestra inteligencia y por ella es por la que, mientras vivimos y en tanto en cuanto experimentamos la vida, nos hacemos con una imagen del mundo que toma forma subjetiva. Así, de esta manera, el mundo existe y, por tanto, cada uno de nosotros puede hacerse con una imagen del mundo, de su origen y su final. En ello reside el poder de la imagen, parece querer decirnos Courbet con este cuadro.
¿No es, acaso, ésta la misma e inquietante paradoja que sobre la imagen y su representación nos plantea Réne Magritte en 1929 con el cuadro“Ceci n´est pas une pipe”?. ¿Qué otro interés podemos deducir de la ocultación, deliberada, que de esta imagen hace Jacques Lacan?.
Es en este sentido en el que Père Lachaise, con su simbología, se opone a la idea que emerge con el pensamiento contemporáneo que inaugura Courbet. En Père Lachaise se armoniza el deseo vehemente de trascendencia de la burguesía con la puesta en escena de la muerte. Aquí no se indaga en el origen ni en la vida misma, es la muerte en sí, su iconografía, lo que impulsa el pensamiento de su creación, es, como hemos apuntado antes, “la muerte domesticada”.
Pére Lachaise es un espacio donde reina, ante todo, la calma, la poesía y el recogimiento; es la atmósfera de “La isla de los muertos” (1880) de Arnold Böcklin (Kunstmuseum. Basilea, cuadro que inicialmente su autor titula “Un lugar tranquilo”), lo que dimana de este recinto de Pére Lachaise, donde Octave y Armance (héroes stendhalianos) errarán para siempre; es el lugar que Stendhal considera como “jardín inglés, el único verdaderamente bello que existe en París”.
Es la sensibilidad romántica lo que hace que el arte funerario de Pére Lachaise sea, sobre todo, ecléctico; se mezclan el gótico y el románico, el renacimiento y el clásico. En Pére Lachaise se define la estética de una burguesía arrogante y deseosa de igualar en prestigio a la nobleza ya extinguida por la revolución. Será el lugar simbólico, por antonomasia, de este nuevo orden, de esta concepción del mundo y de su voluntad por permanecer y reafirmar su poder manifestándose, incluso, sobre sus últimas moradas y monumentos a la memoria de sus prohombres, ciudadanos de toda índole y condición al servicio de la revolución. Para ello se recurre al vocabulario y a la estética de la antigüedad, se encarga a los artistas sepulturas con forma de estelas funerarias, sarcófagos, columnas, urnas, ánforas, etc…, todo decorado con laureles y hojas de olivo. Es, en definitiva, la exaltación de sus héroes.
En 1844 Eugene Delacroix proclama: “Suscriptores de cualquier condición, gentes que apoyen las artes, hagamos una tumba digna a Géricault!”. Théodore Géricault (1791-1824), autor de La Balsa de la Medusa (Museo del Louvre) había muerto en la miseria veinte años antes.
San Petersburgo, Octubre 1917
La película épica que Einsentein realiza sobre la revolución proletaria se inicia con el plano de una escultura duramente iluminada contra un cielo oscuro, es la estatua del Zar Nicolás II, la cual Einsentein explora detalle a detalle construyendo así una imagen del poder imperial. En la escena que sigue a este dramático preámbulo de la historia que se va a narrar, una enfervorizada multitud ocupa la plaza donde la estatua se encuentra, y atando cuerdas alrededor de ella la derriban de su peana. Con este acto, Einsentein simboliza la caída de la Dinastía Romanov yun orden puesto en cuestión.
En esta primera escena, Einsentein apunta ya los dos ejes de su relato, las dos metáforas opuestas que establecerán su análisis de la historia, y el espacio en que esta sucede. La multitud y el espacio urbano por el que aquella se mueve representan al héroe de la revolución: el pueblo; mientras que su enemigo: el Zar, permanece estático y fundido en bronce, como metáfora de la relación que se establece entre ideología y espacio formal, alegoría que Einsentein quiere establecer a través del significado de la estatuaria. En esta película, la resistencia por mantener el poder imperial se materializa en estos actores sucedáneos: las esculturas. Einsentein establece, mediante el uso de la estatuaria, una identificación de sus particulares iconos con sus particulares puntos de vista políticos.
En otros cortes de la película, Einsentein utiliza diferentes esculturas, imágenes de Napoleón, figuras de Cristo e incluso ídolos primitivos, para desarrollar su discurso sobre el poder. En un momento dado de la película nos muestra a unas mujeres soldados, que bajo la mirada de dos obras de Rodin, “El Beso” y “El ídolo Eterno”, defienden el Palacio de Invierno del inminente ataque bolchevique. Estas esculturas de Rodin (en su versión de mármol), Einsentein las convierte, por su tratamiento de la imagen, en suaves masas de carne que las milicianas observan con ensimismamiento y fascinación estática. De esta manera inmortaliza un sentimiento que, obviamente, él aborrece: la nostalgia por las decadentes fantasías burguesas del amor.
El interés que Einsentein muestra por estas esculturas -y por todas en general- no es su cualidad mimética, tampoco su capacidad para imitar a la carne. No, es el poder de encarnar ideas y actitudes lo que motiva la utilización de la estatuaria para su proyecto. Esta es la asunción fundamental que la escultura, y todo el arte en general, tiene para Einsentein como recurso narrativo.
Las Palmas de Gran Canaria, Diciembre 1999
Es una de esas tardes nítidas de diciembre en las que, admirando el espectáculo que despliega la naturaleza ante mí en el Paseo de Las Canteras, no tengo palabras para describir cuanto acontece ante mis ojos, pero sí me obliga a reflexionar en voz alta sobre este espacio privilegiado y el proyectado monumento a la memoria de Alfredo Kraus, cuyo autor, Víctor Ochoa, y el Ayuntamiento de Las Palmas han dado a conocer recientemente a la opinión pública, como he comentado al inicio de este texto.
Aunque no he tenido, aún, el privilegio de contemplar el asombroso instante del Rayo Verde, ese segundo mágico de brillo límpido y verde que sucede ocasionalmente en la puesta de sol, que incluso Eric Rohmer filmó aquí, en Las Canteras, cuando la atmósfera y el último segmento luminoso desaparece por el horizonte para ser cómplices, ambos en conjunción, de ese prodigio extravagante de la naturaleza, sí que me gustaría recurrir a esta imagen para poner un final poético a esta reflexión que entra ya en sus conclusiones, sobre la escultura “Homenaje a Alfredo Kraus, de Víctor Ochoa, su significado y su ubicación en el Paseo de Las Canteras.
Esta de más decir, que no voy a ser yo quien ponga en duda la legitimidad del homenaje que la ciudad que vio nacer a Alfredo Kraus quiere rendirle, nada más lejos en el propósito e intención de mi análisis.
Esta reflexión, que es absolutamente respetuosa para con la figura y personalidad de Alfredo Kraus, intenta modestamente aportar claridad y elementos de juicio para que los ciudadanos, quienes son en última instancia los depositarios de su memoria, tengan herramientas de apreciación más ecuánimes que la simple y, normalmente manipulable, sensiblería a la que estamos acostumbrados.
Para un artista intervenir, hoy, en el espacio urbano le es imprescindible y fundamental imbuirse de su complejidad para que, así, el significado de su obra se armonice en un todo con el entorno que la acoge.
Todo el planteamiento que anteriormente he expuesto sobre la estética romántica, las referencias a Pére Lachaise y aobras concretas de Courbet, Böcklin y Einsentein, son puntos de arranque para un análisis, que pretendo riguroso, sobre esta escultura “Homenaje a Alfredo Kraus” de Víctor Ochoa.
Como ya he comentado, Courbet utiliza en “El origen del mundo” un cuerpo anónimo para cuestionar su significado. Böcklin, sin embargo, en “La isla de los muertos” minimiza la presencia del cuerpo a una anécdota, a una simple pincelada sin importancia en la estructura del cuadro para concentrar su interés en la morfología de la última morada que lo acogerá, el escenario de representación de la muerte.
En esta misma línea argumental, el Balzac de Rodin que también he mencionado, fue en principio concebido por su autor como una figura desnuda, pero en su versión final aparece completamente arropado por su abrigo. Es aquí donde el tratamiento de la superficie de la materia escultórica (y Einsentein así lo entiende e interpreta a través de la iluminación en su película “Octubre”), define y potencia el significado de la misma. Los brazos y las manos se adivinan bajo la tela sujetando el abrigo y así el cuerpo de Balzac senos muestra como la caída, desde los hombros hasta los tobillos, de una materia flexible y dúctil. Esto hace que la figura del escritor trascienda lo efímero del cuerpo para concentrarse en el significado que Rodin quiere dar al monumento. La ausencia de brazos fuerza la verticalidad de la figura y, así, el cuerpo se transforma en una columna, en un mero soporte para que la cabeza, donde reside el genio y la inteligencia de Balzac, sea la protagonista de este monumento: el pensamientoes algo que existe aparte del finito cuerpo, esto es lo que le interesa remarcar al autor de la figura de Balzac. De esta manera, con el tratamiento del espacio escultórico, Rodin logra trasmitir su idea y, así, fuerza al espectador a reconocer la obra como el resultado de un proceso, como un acto que modela la figura en el tiempo y su significado no precede a la experiencia, sino que sucede en la experiencia misma. En ninguna otra obra de Rodin como en este monumento a Balzac el tratamiento de la superficie de la escultura acoge tan elocuente y directamente explícito su significado. Con ella, Rodin inaugura un concepto moderno de la estatuaria.
En la escultura “Homenaje a Alfredo Kraus” de Víctor Ochoa, motivo de esta reflexión, el tratamiento del cuerpo es explícitamente narrativo. Su solución compositiva y su textura, más bien parecen querer hacernos visible el proceso natural de la desintegración del cuerpo. No es sólo lo que la imagen de esta obra nos trasmite, con esas incisiones a modo de costillares que se dejan entrever bajo la fina capa de la piel, sino que, como señala en sus declaraciones; “partiendo de mi interés por el aspecto físico del hombre, voy cubriendo la desnudez para ir dejando sólo lo esencial y que tenga más fuerza, como si la pieza saliera de la piedra o, en este caso, del bronce”, el autorquiere hacer énfasis en esta idea superficial. Esta afirmación deja evidente, a mi entender, que su intención es concentrarse en lo que para todos es sabido y finito, el cuerpo. La sola explícita referencia a la piedra, a lo terrenal, entra en contradicción con lo esencial a loque el autor se refiere también pero no define. Lo efímero de la voz, el sonido, y en definitiva, la música, es decir, el mundo de Kraus que una vez más, paradójicamente, Víctor Ochoa remarca en otro apartado de sus declaraciones: “El mundo de Alfredo Kraus era el escenario, pero ahora su escenario es el mundo”, queda postergado a una indefinición de ese mundo. ¿A qué mundo de Kraus nos remite el autor con estas palabras?. ¿Es la música, como hemos comentado, el mundo de Kraus o es el espacio físico y mensurable de cualquier escenario teatral a donde el escultor quiere remitirnos su figura?.
Este salir de la piedra que menciona Víctor Ochoa puede ser fácilmente leído, por la solución plástica que aplica al monumento, como un volver a la tierra: “polvo al polvo”. Así, lo incorpóreo y esencial de Alfredo Kraus, su espíritu y su arte quedan atrapados sin expresión, para siempre, en un cuerpo que sabemos finito y que sólo la resistencia de la materia, en este caso el bronce, hará que perdure en nuestra memoria, y esto es lo que menos nos interesa, a mi entender, de la figura de Alfredo Kraus.
Esta es una imagen de Kraus esencialmente opuesta a lo etéreo de su cualidad, su arte. Arte por el que realmente se le debe recordar, homenajear, y rendir tributo agradecido. Es lainterpretación primaria sobre su aspecto físico y no, como hemos señalado, sobre su personalidad y cualidad lo que el autor de la escultura desarrolla en su propuesta plástica y subraya, eficientemente, en sus reflexiones: “no soy la persona que mejor conoce su música o su tierra”. Plásticamente, el proyecto de Víctor Ochoa abunda en esta idea intrascendente, a mi parecer, de lo que representa Alfredo Kraus. La ligera inclinación que aplica al cuerpo, con la mirada depositada en un punto definido del suelo, acentúa esta intención de apego a lo material y finito que tiene el cuerpo y que, a la vista de sus comentarios, el autor quiere primar sobre otras consideraciones de la personalidad de Alfredo Kraus. También el análisis formal de esta escultura nos lleva a la misma conclusión por la posición de los brazos, caídos y arqueados a un lado, con las manos vacías de contenido, en un gesto de resignación e impotencia para poder detener, y así parecen sugerirnos, lo que nos es evidente: cómo se escapa la vida, en este caso la de Alfredo Kraus,deentre los dedos. Esta solución formal que nos propone Víctor Ochoa en el monumento, con sus elementos compositivos y su textura, ¿no podrían incitarnos a entenderlo como una oda fúnebre, como un canto nostálgico hacia la desaparición de Kraus, su ausencia física y, no como una celebración agradecida sobre su legado?. ¿No nos evoca acaso esta escultura, con la tristeza que su resolución plástica irradia, a un recinto como Père Lachaise o a la atmósfera nostálgica de “La isla de los muertos”, más que remitirnos al diáfano, nítido y luminoso espacio de Las Canteras, donde el misterio de la vida y la creación, el escenario de Kraus, se nos presenta pleno como en “El origen del mundo” de Courbet?.
¿Es ésta realmente la esencia del recuerdo de Alfredo Kraus que sus conciudadanos desean conservar de él y el agradecimiento que merece?.
¿Puede haber alguien que no sea capaz de imaginar a Werther ante el espectáculo de Las Canteras, con o sin el Rayo Verde, la mirada alzada, los brazos extendidos, las yemas de sus dedos rozando la inmensidad y entonando un Do de pecho, cómplice de los sonidos del mar y del viento para gozar él, una vez más, de su mundo, de lo inmaterial de su arte, que la vida finita esta le ha arrebatado, y dejar así, en la memoria de sus paisanos la presencia de su maestría y grandeza?.
Leopoldo Emperador. Enero 2000.
La Provincia Suplemento Cultural Sábado 29 Enero 2000