“En la sociedad canaria, miméticamente post‑industrial si se observan determinadas manifestaciones pictóricas y escultóricas a partir de los setenta, en lugar de una descarnación encontramos una voluntad de invidencia, en lugar de un crítico deslizamiento (en el sentido geofísico del término), una vocación de conformidad. Con las excepciones de rigor ─pero curiosamente ubicadas entre las islas y las afueras o, sin ambages, en las afueras─, la voluntad y la vocación a la que me refiero contaminan hasta tal punto los lenguajes artísticos tradicionales, que incluso lo que aquí se presenta como revulsivo y/o novedoso no deja de ser un producto mimético de saldo.
**Y está bien la abundancia de stocks que, nada más salir del marco insular, se considerarían como piezas de segunda mano. En cualquier otro país ─y me refiero a los que despiertan un devoto entusiasmo─ las excedencias de notable quincallería es un hecho que nadie, en su sano juicio, lamenta, porque conoce la necesidad de las excedencias, tan necesaria como la falta de la capacidad de riesgo, tan necesaria como el extendido poder de la ufanidad y de la estupidez”.
“No es asunto ahora de detenerse en estas paradojas, que infectan tanto a los países post‑industriales como a los que encuentran en trance (de serlo). Si aludo a Canarias es porque, considerando las características de su mecánica artística ─instituciones culturales, actitudes creadoras, disposiciones receptivas─ ya es de por sí excepcional la actividad de Leopoldo Emperador, sus orígenes y la continuidad y coherencia de su trayectoria. Una actividad que, en muchos casos, ha tenido que realizarse en las afueras. Que los comisarios de Frontera Sur lo decían: ‘verdaderas arquitecturas imaginarias (sus proyectos e instalaciones) que, la mayoría de las veces, hablan menos de su talante creativo y más del empobrecimiento económico y técnico de su entorno, incapaz de llevar a cabo sus proyectos de envergadura”.
«(La obra de L. Emperador) ha seguido una trayectoria rara por su coherencia, solitaria y exigente. Atributos que ya de por si trasladan al artista a una dimensión que imposibilita el revisionismo abdicador y, por el contrario, lo reafirman en un espacio que no hace más que ahondarse para que en él inscriba su aventura intransferible.
Desde los comienzos, me atrevería a decir, Emperador ha estado cuestionando, investigando, interviniendo el espacio para ubicar la materia de sus ensoñaciones. Un lugar para la materia que no es nuevo. Lo que sí representa un cualificativo avance es, de una parte, la fisicidad de esa materia ─más apropiada en el sentido de más unida a su cierto recorrido vital─ y la concentración de un lugar que, mejor que nunca, el artista sabe que lo sigue adonde vaya, unido por el alambre, fino, oxidado y casi imperceptible de su memoria eléctrica».
(J.C. Cataño, «Leopoldo Emperador, un lugar para la materia», en Basa. C.O. de Arquitectos de Canarias, mayo, 1990, n. 12 p. 130.)