EL TIEMPO; el único detergente que no falla (o cómo convertir la suciedad en limpieza sin tener que frotar)

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José Díaz Cuyás

«Una famosa taza de té una vez se hizo pedazos y fue reparada con cemento de oro convirtiéndose en un objeto aún más valioso por las accidentales líneas doradas que cubrían su superficie.» (Alan W. Watts).

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Kitsugi Ming

Extraña época.

El lenguaje está partido y sólo podemos partir del lenguaje.

Es precisamente ahí, en los puntos de quiebra, donde el arte juega su partida, o si quieren su partido, o sea, donde compite y se hace competente.

Claro que hablamos de arte de alta competición…

Aquel que desborda la lengua, como por una ensalivación excesiva, fruto del deseo de sobrepasar los límites, de llegar al otro lado. Una inundación que se extravía allí donde los bordes, las líneas, son menos firmes, están menos afirmadas o son más difíciles de afirmar.

Pero el agua de las riadas se desperdiga, se pierde, sólo se detiene en las fronteras de su propio agotamiento. El artista para aprovecharla, para hacerla fértil, ha de convertir el riesgo en riego, debe convertirse en agrimensor, debe establecer sus dominios y ser capaz de reconocerlos.

Para nosotros la pregunta es: ¿Cómo se verá, si es que esto es posible, o por lo menos cómo se vislumbrará el paisaje que forman estas propiedades de los artistas del «otro lado»?.

Es posible que podamos recurrir a diferentes vistas, a distintas estampas de estos afincamientos, pero ninguna me parece más clara, más visible, que la instantánea, detenida y fragmentada del «Criadero de polvo».

Man Ray y Marcel Duchamp, Élevage de poussière (criadero de polvo)

Duchamp, artista del campo, de su campo, un hombre que conocía bien sus terrenos, al que le gustaba recorrerlos distraído, aunque nunca tanto como para saber cuando y donde se salía de campo.

«He aquí los dominios de Rrose-Sélavy». !Qué precisa, que acertada, la mirada de Man Ray!. ¿Qué es el «Criadero de polvo» sino una vista del paisaje duchampiano?.

El Gran Vidrio, una obra inacabada, interrumpida, pero no abandonada.

Marcel Duchamp. Gran Vidrio

Su interrupción es la que nos permite ver los auténticos dominios de Rrose-Sélavy. Era necesario detener el trabajo sobre el vidrio, dejar de limpiarlo, para que pudiera convertirse en criadero. El polvo que día tras día se acumula dejará de ensuciar, de ser ajeno. El tiempo permitirá que lo sucio, lo que sobra, sea integrado en un orden distinto, se convierta en un paisaje nuevo.

Marcel Duchamp. Rrose-Selavy

De este modo Duchamp pasa de ser un creador a convertirse en un criador, a ser propietario de un lugar en que se cría polvo.

El artificio, el orden interno del Gran Vidrio se ha enfundado de naturaleza, la naturaleza ha florecido revistiéndolo todo de un gris uniforme.

Pero no olvidemos que lo que vemos es el campo de Duchamp, como vemos un jardín cuando detenemos la mirada en una vista del Rioanji de Kyoto.

Templo de Rioanji. Kyoto

No son las flores las que hacen el jardín.

Del mismo modo que la actividad a la que se dedican los artistas bonsaki es la de «cultivar» rocas, podríamos afirmar que la de Duchamp es dedicarse a «cultivar» polvo.

Aceptación del azar y de la cotidianeidad, saber desprenderse de las cosas, hasta de uno mismo. Preparar el campo y dejar que dé sus frutos.

Lo que era objeto ha pasado a convertirse en paisaje, en espacio.

El silencio se hace dueño de todo, el polvo acumulado impide ver con claridad y el tiempo entra pesado por nuestras narices. Imagen de la aridez, territorio desértico del que se ha expulsado a la palabra.

No hay referentes para descubrir la escala. Bajo la capa de polvo se distinguen unos relieves, se diría que se trata de construcciones abandonadas, suspendidas en el tiempo, como la huella críptica que una extraña forma de habitat deja marcada en el suelo.

Fragmentos. Restos de signos, restos de sentidos, restos de formas, suma de ausencias.

Sólo queda lo más firme, pero no el orden, este se rompe definitivamente, sin posibilidad de reconstrucción, puesto que construir es ordenar.

Y aprender a habitar en las ruinas del sentido.

Y hacerlo en semejante paisaje, inhóspito e inhumano, sin doblar las rodillas.

Y además hacerlo sin estornudar.