El erotismo no ha sido buen compañero de la literatura y la plástica españolas. Salvo escasas excepciones, las muestras dignas de interés tienen más de pornográfico y son anónimas o clandestinas. Los tribunales eclesiásticos erradicaron durante siglos el esteticismo sensualista de origen grecolatino y musulmán, dos piezas básicas del mosaico pluricultural que explica el ser histórico y la mentalidad de los españoles. Tan es así que el llamado “kamasutra” español, manual de amores escrito por un morisco a comienzos del XVII, enseña nada menos que a rezar en el acto amoroso y a buscar a Dios en el sexo. La buena intención conciliadora le valió al autor para salvarse de la hoguera, pero fue expulsado a Túnez.
Es evidente la sordina que las culturas occidentales del norte del Mediterráneo impusieron a la tradición inmemorial de China, Japón, India, Persia y Arabia. Aunque Grecia y Roma oscilaron entre una práctica menos espontánea que conceptual y los excesos gargantuescos de las etapas de decadencia, el sexo y el amor siguieron siendo objeto de vivencia real, literaria, filosófica y plástica. La romanización del suelo ibérico y la posterior ocupación musulmana crearon condiciones que, lamentablemente, habrían de ser barridas por la hegemonía eclesial sobre el poder civil. La España moderna es una España castrada y reprimida hasta la entrada del siglo XX.
Leopoldo Emperador recupera la poesía y el humor del eros estético en aproximaciones elípticas y en referencias explícitas. Las primeras forman parte de la estrategia de la metáfora, que no embellece tanto el objeto cuanto sublima su propia belleza; y las segundas denotan, aún hoy, el desafío a la autocensura secular que el Santo Oficio grabó a fuego en la conciencia del arte, y aún perduró tras la desaparición de los siniestros tribunales hasta que los genios de espíritu libre (Picasso, por ejemplo) reivindicaron la potencialidad poética del sexo manifiesto.
En su experiencia personal, enlaza Emperador varias civilizaciones relativamente incomunicadas. Su eje es la extremadamente sensual –y no menos espiritual– escultura “La danza de Anitra” que, como ganador de un concurso internacional, ha creado para un espacio público de la ciudad de Oslo. La leyenda de Peer Gynt, inseparable de la inteligencia escandinava, tiene incisos árabes bien acuñados en el poema dramático de Ibsen. En el IV Acto sigue el falso profeta Peer las evoluciones de Anitra y otras danzarinas en la tienda de un jeque, mientras piensa: “¡Vaya! Es apetitosa de veras la impúdica” No la ve convencionalmente hermosa –ni siquiera limpia–, pero se deleita en ello: “Precisamente es lo extravagante lo que agrada cuando se ha gozado de lo común y corriente hasta la saciedad. En lo regular se frustra toda fascinación”. Finalmente, exclama: “¡Cuán seductora eres, hija mía! ¡El profeta se ha conmovido! Si no quieres creerme, te daré una prueba: ¡Te haré hurí en el paraíso!”⋅ Tras este cuadro sexto, en el octavo cabalga Peer a través del desierto llevando a Anitra en la grupa. Ella rechaza los roces insinuantes, a lo que él responde: “¿Qué pretendo? ¡Jugar a la paloma y el halcón! ¡Secuestrarte” ¡Hacer locuras!… No es tan viejo el profeta, tonta. ¿Te parece esto un signo de vejez?”
Buscando la emanación arabista del clásico escandinavo, llega Emperador a un libro fundamental: “El jardín perfumado”, del jeque Omar Ibn Muhammad al-Nefzawi (conocido simplemente por Nefzawi), un tratado de erotología y aromaterapia animado por la suprema vitalidad del humor. Curiosamente, Nefzawi influye más a fondo en la sensualidad literaria ibérica y europea en general que los compendios y pinturas extremo- orientales. Dámaso Alonso encuentra una huella pre-Inquisición en los jocundos tetrástrofos monorrimos del Arcipreste de Hita, aquel clérigo licencioso que empezó a redimir el Renacimiento español de las pacatas tinieblas medievales. Las cancioncillas del Arcipreste, como también los muy liberales diálogos de Berceo con la Virgen María, parecen de otro mundo: más sano, más pagano en cierta medida pero también menos hipócrita por menos sometido a la agobiante proscripción canónica. El ideal femenino de Juan Ruiz se sustancia en los “ojos relucientes”, muy negros en contraste con el blanco ocular. Este contraste luminoso, común con el ideal de Nefzawi, es exactamente lo que expresa el término árabe “hur”, españolizado como “hurí”. Concluye Dámaso Alonso que el ideal del Arcipreste es igual que una hurí del paraíso coránico. Los ojos y el sexo de “Huriyah en el jardín perfumado”, uno de los espléndidos aguafuertes de Emperador, remiten directamente a Nefzawi.
El mundo vegetal y las especies florales son constituyentes del cosmos erótico oriental y musulmán. “A la sombra del sicómoro” o “Bajo los tilos” (titulado a la alemana: “Unter den Linden”) “A mato que anda, no le prestes tu sombra”, “Oculta, llave del jardín”, etc. esquematizan o abstractizan la citas sexuales como tesis de formas arbóreas y olores imaginarios que inciden en los estratos profundos del instinto amoroso. Trasciende entonces al dibujo el onirismo surrealista, extraído de las fuentes del inconsciente y relacionado con la exquisitez orgiástica de los ritos tántricos de los sufíes, mucho mejor avenidos con el erotismo búdico e hindú que la grosera obscenidad de la magia negra con el cristianismo. Arborescencias, colores y aromas se integran en la fiesta de los sentidos con una naturalidad que el mundo europeo no había conocido desde el imperio romano, salvo en expresiones de artistas radicales que escribieron al margen de la sociedad. La literatura y la pintura amatorias estuvieron por momentos en interacción con las revoluciones y los cambios sociales. La licenciosidad del XVIII y el liberalismo del XIX dieron a la escritura erótica un impulso importante pero también retroproyectaron la mirada hacia el refinamiento oriental y musulmán, superador de los regodeos carnales de Bocaccio, Chaucer, después Sade, etc.
Es en esa época cuando Richard Burton traduce de sus lenguas originales obras como “Las mil y una noches”, el “Kama Sutra”, el “Ananga Ranga” y “El jardín perfumado”. La erotología de la modernidad europea nace entonces con todos los matices del sentimiento y la expresión; de la ternura a la lujuria y de la inocencia a la sofisticación.
Es ese el clima sexual de Peer Gynt y la princesa Anitra que Leopoldo Emperador intuye magistralmente en el movimiento de la danza femenina. Movimiento grácil e ingrávido, pero a la vez provocador, sinuosamente articulado en las curvas del placer.
El bronce de la escultura creada para Oslo (2005) sugiere aguafuertes y aguatintas sobre zinc con el mismo gesto coréutico; y éstas, a su vez, nuevas obras gráficas (entre 2006 y 2007) que explicitan en el cuerpo femenino, en motivos arbóreos y presencias florales, los contenidos de una serie amatoria de excepcional sutileza. Entre esos contenidos comparece la amistad, forma de amor más elíptico, más metafórica cuanto menos sexual, que los tratadistas y pintores orientales y árabes tuvieron siempre en cuenta como expresión misteriosa del lazo espiritual que en ocasiones va más allá del amor. “Two poets on Ha’penny bridge” (En memoria de J.A.Otero) es el aguafuerte/aguatinta que cubre la dimensión de la amistad en una colección de predominio amatorio.
El magistral refinamiento dibujístico del artista nos entrega otro fragmento de su interioridad. Hay precedentes categóricos en su escultura, pero esta confidencia en papel aparece cuidada y mimada como si fuera una rara orquídea que emite señales, unas felices, otras desesperadas, pero todas deslumbradoras de la mirada, embriagadoras de los sentidos. Son emanaciones arábigo-orientales que conjugan sueños antiquísimos y reflejos de un hoy incandescente. “Tengo el alma de nardo del árabe español”, escribió Manuel Machado. O del árabe-noruego como Peer Gynt, o del exquisito sufí-nefzawino, podría decir Leopoldo.
Cuando Anitra pregunta: “¿De verdad eres profeta?”, responde Peer: “¡Soy tu emperador!”.
¿No habrán nacido de esa identidad la gran escultura de Oslo y esta admirable serie gráfica?
Guillermo García-Alcalde