Si percibimos como forma la obra escultórica de Leopoldo Emperador y como formalista su lenguaje, no cuestionamos sus valores sino que los situamos en un espacio concomitante con el de otras formas y otros formalistas que le precedieron más o menos en un siglo. En una estética tan individuada como la del artista canario no es cómodo señalar huellas ni encadenar genes. Su herencia nunca podrá explicarse en términos epigonales, mucho menos miméticos, sino en puntos de fusión ideológica que pasan las barreras del tiempo, las escuelas, las vanguardias, los ismos y cualesquiera meridianos cronológicos en la evolución del arte. En otras palabras, las afinidades son electivas, no emuladoras; y las semejanzas derivan de reflexiones que unifican determinados extremos en un arco real-imaginario más abierto y dilatado que el de las generaciones.
En las últimas décadas propone Emperador intencionadas evocaciones de Brancusi. Más allá de lo obvio –y tópico en cierta medida– si aplicamos a ese paralelo una mirada ideológica intuiremos la idea de infinito que el artista canario, como el rumano, asimilan a lo inacabado, a lo potencial y, en cierto modo, al eterno retorno. Los treinta metros de acero de la la columna infinita que erigió Brancusi en Tirgu-Jiu, cuando pudo regresar a su patria, no pretenden una vana alegoría de la dimensión sino un pensamiento de lo que es suceso permanente; en palabras platónicas, “la indefinida multiplicidad de cada una de las cosas a las que se aplica la unidad”, una vez que los alfabetos estéticos alcanzan su unidad básica, celular y formante.
Al igual que Brancusi en su tiempo, Leopoldo Emperador conoció y estudió las culturas primitivas, especialmente las africanas, y devino de ello un impulso de síntesis manifestado como necesidad de simplificación formal. La inquietud intelectual de hallar las claves expresivas del espacio, el volumen y el movimiento, le hizo eliminar gradualmente las adherencias superfluas y purificar una estructura de representación que, inevitablemente, ambiciona el orden formal absoluto y el acento de la eternidad –o eterno retorno– de las formas estilizadas hasta tocar la abstracción o aventuradas más allá de la membrana abstracta. El proceso hace indispensable el perfeccionamiento del material, la pulida piel que indiferencia las culturas particulares y convierte volumen y dinámica en pensamiento. Es el umbral que da paso a lo general, al concepto universal, infinito y/o eterno (como se quiera)
Cada uno con su voz poderosamente individuada, podrían añadirse el Modigliani escultor, Henry Moore, Picasso, Lipchitz, Giacometti –más modernamente Gargallo y en la actualidad Chirino- – a las afinidades electivas de Emperador. En todos se dan las premisas de meditación en las culturas arcaicas, el correlato de los reinos de la Naturaleza, la simplificación y la pureza representativa que, por “regresión al infinito”, desaguan en el caudal del orden absoluto de las formas.
Lo más incitante es el misterio de la religación un siglo después: qué lo precipita, qué lo determina, qué factores lo explican y cómo manifiesta su fuerza generadora de lenguaje. Piezas de síntesis de Emperador como Perplejidad, Mujer portando un objeto minimalista u Hombre flor de loto se remiten a un criterio de forma casi tan antiguo como la escultura. Observando que un objeto tiene no sólo una figura patente y visible, sino también una figura latente e invisible, forjaron los griegos la noción de forma en tanto que figura interna solamente captable por la mente. Unas veces la llamaron idea y otras forma. Idea hiperestilizada podría ser la Otomana de Emperador, si prefiriésemos denominar formas a sus cabezas más o menos ovoides o a la Bañista que recuerda la Princesa X o la extremada ambición de pureza de La foca, piezas ambas de Brancusi. Pero es insuficiente, incorrecta, la asimilación de lo vacío y lo lleno a esos nombres no tan diferentes, porque el concepto de forma suma ambas dimensiones.
Si contemplamos estas esculturas desde el primado de la línea, veremos que los ritmos lineales religan superficie y profundidad, como en la escultura de Modigliani: línea sinuosa, placentera o atormentada por un ideal de belleza que alumbra resultados de la máxima intensidad expresiva. Este elemento crea una proximidad sensible y marca otra proximidad distante, perceptible tal vez solamente como sueño. La línea de Emperador participa en plenitud del dualismo visible/invisible de la forma.
La figura humana como referente central del escultor canario, y la fusión de lo animal, lo vegetal y lo mineral pueden señalizar un fondo a lo Henry Moore, poderosamente materializado en la tensión vano/masa, en la confusión de los planos antitéticos, en la fuerza expresiva de magnificar lo finalmente indistinto. Volvemos a un pensamiento interior de la belleza y a su capacidad generativa desde la energía de lo que no está exclusivamente en la mirada. Por otra parte, las mujeres vegetales, las sugerencias euroafricanas de las figuras y los tocados, inducen –como con frecuencia en Moore– la presencia mágico-narrativa del mito.
De Lipchitz y Picasso vienen la dicotomía hueco/masa, la mitificación o mitologización, la honda
espiritualidad de lo vertical cuando los volúmenes adelgazan. Y de Giacometti, el alargamiento extremo del material, la relación existencial entre la imagen y el espacio, la soledad de la presencia humana, su fascinadora vibración en el puro estatismo.
Resumiendo esa plural patrilinealidad, hemos evocado en la vertiente de las afinidades técnicas los conceptos de línea, vano/masa, esencialización del volumen y dicotomía imagen/espacio. En la vertiente conceptual hablamos de sueño, belleza interior, espiritualidad y soledad. Acaso sean por sí mismas ideas suficientes para aproximarnos a las razones de un rebrote en la escultura de Emperador (final del siglo XX, principios del XXI) de las constantes formales e ideológicas de la gran escultura de finales del XIX y principios del XX. Entonces expiraba con pesimismo la primera era industrial; ahora resurgen ciertas tesis humanistas y espiritualistas después de un siglo deshumanizado. La respuesta es otra y la misma.
Pero olvidemos ahora a los insignes ancestros de hace un siglo y sigamos merodeando el misterio de religación a través del tiempo. La individuación de los impulsos que aparecen similarmente en la historia del arte desde su más remota huela depende, una vez más, de la forma. El principio de individuación –que da razón de por qué algo es un individuo, un ente singular– es la forma. Las constantes y las variables técnicas o ideológicas nunca serán tan expresivas como los caracteres individuales de una posición/posesión espacial tan singular como la de Leopoldo Emperador. Y eso es, en parte, la forma, su forma: materia signata quantitate, diría Santo Tomás, y no materia universal en abstracto. En otras palabras, materia acotada y cualificada por el trazo del artista en la infinitud y la eternidad del espacio y el tiempo.
Los griegos rechazaron lo infinito en el arte, pero lo admitieron al menos como problema, como pensamiento. El infinito es algo meramente potencial: está siendo, pero no es. De ahí la
desconfianza de la cultura apolínea, su “horror del infinito” por considerar que la razón es impotente para entenderlo. La escultura de Emperador no pertenece al orden de la razón sino a la sinrazón de recuperar, como sus ilustres ancestros de hace un siglo, la infinita potencia del espíritu en la visión “fáustica”, apasionada y dionisiaca que Spengler creía necesaria como salto histórico por encima de la decadencia.
Más allá de sus temas, elegidos con ironía, ternura o humor, las esculturas de nuestro artista rescatan una visión poética de la criatura humana en soledad, ubicada en su espacio, viviendo, jugando, amando o soñando; desentendida del dinamismo destructor de la especie, alegremente confiada en la belleza, en la identidad esencial del ser, el estar y el sentir de todas las generaciones humanas desde sus orígenes. Criaturas que se individualizan o se repiten, porque el infinito es también repetición, la ciclitá come infinitá descrita por Mondolfo, la deslumbrante religación del arte de nuestro tiempo –Emperador– con el de un siglo atrás. O, apelando a otras imágenes, Heráclito, la infinita divisibilidad del continuo según Zenón, el eterno retorno que Nietzsche trajo desde los griegos hasta el siglo XX: el espíritu humano renovándose triunfal después de la caida, la degradación y el envilecimiento que también envilecieron su imagen en el espejo irrebatible del arte.
Hablamos, en definitiva, de la individuada forma que es en Emperador figura patente y figura latente, visibilidad e invisibilidad, mirada y pensamiento; nunca manierismo. Y hablamos del formalismo de Emperador, un lenguaje que posee autonomía y puede, por tanto, ser observado internamente. Este escultor admirable ha descubierto que lo característico del lenguaje artístico no es su ausencia de significados sino la multiplicidad de ellos y su rotación, su alternancia: ciclicidad como infinitud. Porque el infinito, define Aristóteles, “no es aquello más allá de lo cual no hay nada, sino aquello más allá de lo cual hay algo”. Ese algo que buscaron hace un siglo Brancusi, Picasso, Moore o Giacometti, es lo que hoy busca Leopoldo Emperador, dueño y señor de sus medios, refinado artesano y artista poseido por la ambición de rescatar la espiritualidad tras la más larga y atormentada era materialista de la historia del hombre.