Fue en la época del despertar de los sentidos.
Sería allá por el cuarenta y nueve o el cincuenta, y aún le llega el canto del yunque que vivía frente a la casa de su primera infancia. Entonces era como verano todo el tiempo, pero cuando se fugó para cruzar la calle supo además que el repicar aquel era feroz porque su cara ardía. Los cuatro hombres que se afanaban dentro lucían negros; semejantes a la ceniza donde hurgaban, desde la que hacían nacer con grandes tenazas unas barras iluminadas muy parecidas a los helados de frambuesa, hablaban poco, pegaban duro, sudaban siempre.
Después vino lo de los tres tomos de la edición abreviada del Espasa que, dicen, depuró a escondidas para quedarse sólo con las ilustraciones.
Sus preferidas eran las de colores y el diablo sabe en qué revuelta del laberinto que lleva en la cabeza se obstinan todavía las imágenes. Eran gárgolas y vitrales de Notre Dame, láminas tramadas con fotos donde aparecían perros clasificados según su raza, caras de hombres y mujeres (conoce la intención, no olvida el orden) dispuestas de idéntica manera. Había igualmente árboles, minerales magníficos, calvarios y algo así como un melón inmenso con el que se rió bastante, sobre todo cuando los mayores le aseguraron en serio que el melón volaba. Constaban así mismo, cierta Madonna de Rafael clavada a una amiga de su madre, El Cacharrero de Goya, y su predilecta: aquella donde se revelaba el pasmo de los incansables vecinos, congelados para siempre por Diego Velázquez en La Fragua de Vulcano.
Por una página de Ovidio supo algo más tarde, con melancolía adolescente, que esa escena hablaba de otra historia absurda: era el momento en que un joven dios insolente proclamaba ante un pobre dios cojo los amores de su mujer, la diosa, con un dios soldado. En realidad algo tan baladí que ni siquiera podría ocurrirle a sus amigos herreros.
Después marchó a otros sitios, lejos; el yunque se calló, la fragua la enfriaron. Y cuando el paso de los años o el destino consolidaron su gratitud de adulto; quiero decir, en su existir por puro amor al arte, alcanzó a interpretar, también a solas, lo que el maestro pintor, con un guiño, quiso indicarle en aquel cuadro: Los dioses habían muerto, quedaba la hermosa, sencilla historia de los seres humanos contándose sus cuentos, inventando sus formas; la vida golpe a golpe, trabajando y trabajando.
José Antonio Otero Ruíz